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Vita brevis

24 noviembre 2017 | Por

Vita brevis

Araceli Caballero | Este verano se me estropeó la cámara de fotos. Fui a arreglarla (tengo tics de otros tiempos). «No vale la pena», me dijo el profesional. «¿Para quién?», pregunté, haciéndome la ingenua (o la listilla, según se mire). «No puedo creerme que cambiar el objetivo a mi cámara cueste más que una nueva, que, por supuesto, viene con objetivo». «Es la obsolescencia planificada», me explicó, didáctico, y me dio toda una clase acerca de tan curioso procedimiento: ahora hacen los aparatos con fecha de caducidad porque a las empresas les resulta más rentable vender uno nuevo que arreglarlo.

No se trata solo de la corta vida de los objetos. Los componentes no son reutilizables, o no existen piezas de repuesto; o los aparatos no pueden abrirse porque van pegados en lugar de atornillados. En fin, que la muerte súbita –y temprana– es su inexorable destino. Ya está muy explicado: para las empresas -salvo contadas y honrosas excepciones-, el objetivo no es proveernos de artilugios útiles, sino vender cuanto más mejor.

Volvamos a mi cámara. «No me resulta rentable esta manera de funcionar». Tampoco, me explicó el informado profesional, a quienes fabrican cámaras. «Yo ahora se la arreglo a precio de hora de aquí. Por poco más se compra una fabricada con el sueldo de los obreros chinos». Una vez más, los pobres subvencionando a los ricos.

Hay quien atribuye el truco del almendruco a un tal Gillete, padre de las maquinillas de afeitar desechables; otros dicen que fue B. London, un promotor inmobiliario (¡ay, señor!) que en 1932 proponía la obsolescencia programada obligatoria por ley para acabar con la gran depresión. En todo caso, fue Brook Stevens quien dio tal nombre a «instalar en el comprador el deseo de poseer algo un poco más nuevo, un poco mejor, un poco antes de lo necesario». Las necesidades de las personas, las condiciones laborales y las repercusiones medioambientales de la producción, así como la acumulación de residuos, quedan fuera de plano. Nunca se aprobó una ley que la hiciera obligatoria; ni falta que ha hecho: según un estudio publicado en 2016, «el porcentaje de los electrodomésticos que se deben reemplazar en sus cinco años de vida se ha duplicado entre 2004 y 2012».

Empieza a haber normas en sentido contrario a los deseos de London. Desde 2014 existe en Francia una Ley de Transición energética que incluye medidas contra el despilfarro, la obsolescencia programada y a favor de la reducción de residuos. Tal vez resulten más eficaces las medidas adoptadas en Suecia, que reducen a la mitad el IVA sobre las reparaciones y establecen la posibilidad de recuperar en la declaración de IRPF parte del coste de la mano de obra de las reparaciones. En España no existe aún ni lo uno ni lo otro. Ahí estamos la ciudadanía para ir exigiéndolo. Y para huir de esa otra obsolescencia, la percibida, que consiste en comprar objetos nuevos cuando nos parece que han quedado anticuados, ridículos, desechables los que tenemos, aunque sean perfectamente útiles.

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