Joaquín Sánchez. | Hemos vuelto a los campos de refugiados en la Isla de Lesbos, a los campos de Moria, que gestiona el Gobierno griego y que es reconocido legalmente, y al campo del Monte de los Olivos que, a pesar de estar pegado, no tiene ese reconocimiento. Es absurda esta división, como todo.
Se basa en una política bien planificada, hecha desde las entrañas de la Unión Europea, para generar condiciones indignas y transmitir el mensaje, el terrible mensaje, de que la gente que viene huyendo del horror de las guerras, de la destrucción y de la muerte, se van a encontrar en espacios inhumanos y que solo pueden aspirar a una supervivencia mínima y un tiempo lleno de sufrimiento, sin ninguna esperanza ni futuro. Se trata de convertir el sufrimiento, su sufrimiento, en una frontera permanente. La inhumanidad rige la política, una política vestida de crueldad y sin escrúpulos, una política que mata y asesina, una política que quiere que la ciudadanía sea cómplice desde la indiferencia, el miedo y el egoísmo.
Cuando llegamos, lo primero que observas es que el campo de refugiados del Monte de los Olivos es más extenso, hay más tiendas de campañas, que siguen los muros y las concertinas en Moria, que la gente deambula, miras sus ojos y ves que transmiten una tristeza acumulada día a día, miradas perdidas, vacías de sentido, de no entender por qué la vida les ha hecho eso. «Vengo de enterrar a un hijo y me encierran en un muro grueso con concertinas». Me imagino que en su pensamiento se dirán: ¿Es un delito huir de un país donde he tenido que sacar a uno de mis hijos debajo de los escombros y no quiero enterrar a más hijos? Intentar ponerlos a salvo, ¿es ser unos malos padres? Ellos saben que pueden morir en el trayecto, que el único camino que les han dejado son las mafias, no tienen otra posibilidad, pasan de la muerte segura a la muerte probable y ese pequeñísimo margen, es el margen de la esperanza. ¡Qué decisión más difícil y terrible tienen que tomar! Decía un refugiado –tenía dos hijas– que cómo no iba a huir, sabiendo que si llegaban los terroristas del Estado Islámico violarían a sus hijas y le harían verlo, para después venderlas o degollarlas.
Vimos que las condiciones inhumanas e indignas se mantienen: hacimiento, un campo previsto para unas 3.000 personas donde hay 8.000, la comida, como dicen ellos, vomitiva, tienen que hacer colas de más de tres horas para comer, con el calor que hace, una asistencia médica deficitaria, sin recursos, ni siquiera medicamentos, con pocas actividades para los niños y niñas y nulas para los adultos. Hay muy pocos baños y pocos puntos de agua. Nos decían que este invierno habían muerto varias personas en las tiendas de campaña por el frío. Siguen produciéndose suicidios y hay que añadirle el drama de las mujeres que han sido violadas y que guardan silencio porque sino serían despreciadas y estigmatizadas. Guardan en su corazón que han sido violadas para poder reanudar sus vidas de alguna manera. Violan a una mujer y las hacen sentir culpables, ¡tremendo!
Pero, a pesar de todo este panorama, te sigue sorprendiendo que los refugiados te sigan sonriendo, te acojan en sus tiendas, te invitan a un té y a lo poco que tienen, que te abrazan, que te hacen sentir que somos amigos y parte de su familia. No expresan rechazo a nuestra presencia, todo lo contrario, agradecimiento y nos consuelan cuando les decimos que nos sentimos muy mal porque nosotros nos vamos y ellos se quedan allí y nos dicen que no nos preocupemos por ellos, que volvamos con nuestra familia y amigos y que siempre estaremos en sus vidas.
Cabe destacar la presencia de varias organizaciones y ONGs en el campo de Moria, donde hacen una labor de intentar aliviar el dolor de esta entrañable gente, sin obviar que siempre hay alguien con maldad, de atender sus necesidades básicas (comida, sanidad, juegos lúdicos con los niños y niñas…), supliendo la dejadez de la Unión Europea, el Gobierno griego y ACNUR, una dejadez que refleja el desprecio al ser humano. Aquí hay que señalar el gran dilema de atender a la gente y de la denuncia de la injusticia, porque existe la amenaza real de que si denuncian las condiciones serán expulsados del campo. Comentaba una voluntaria que se planteaba cómo ayudar a los refugiados sin ser un engranaje de esa maquinaria que los encierra y los humilla.
Resaltar la Iglesia católica en Mitilene, que da la bienvenida, acoge y crea un espacio humano para que puedan celebrar la fe, sobre todo, los subsaharianos, que van a misa los domingos y que es una celebración llena de fe profunda, de vida y de esperanza. Después de la misa se comparte la mesa. Es una fe que celebra, que vive la solidaridad y la justicia. Nos decían los sacerdotes, con tristeza, que cuando llegan turistas católicos a la misa y ven tanta «gente negra» se salían.
Recojo el testimonio de un a refugiado yemení, de un buen amigo y una bellísima persona, que manifestaba que cuando decidió salir del Yemen, lo hizo por el conflicto bélico, porque se quedó sin presente ni futuro y tomó la decisión más difícil que fue salir, nos dijo que la decisión más fácil hubiera sido quedarse, pero su familia, sobre todo, su madre, lo animó a salir, que era su única esperanza. Nos dijo que cuando llegó a Europa quería tener una vida normal, pero se encontró con mucho rechazo y un rechazo que le hizo mucho daño y que le hizo pensar que había tomado la decisión equivocada, de hecho, había pedido que lo deportaran y poder volver con su familia, pero, le dijeron que era imposible por esa guerra desconocida, por ese bloqueo, que no deja ni siquiera pasar ayuda humanitaria. También nos dijo que su madre le suplicaba que no volviera. Le dije que si guardaba rencor y contestó que no, que el rencor no es bueno, que no hay que dejar que la violencia y el rencor se apoderen del corazón, que el mundo necesita paz. ¡Qué gran lección de vida!
Para terminar, quiero tener presente a esa gran cantidad de niños y niñas de estos campos de refugiados, que nos regalaban su sonrisa, su cariño, que enseguida jugaban con nosotros, que cuando te veían al día siguiente, salían corriendo y se abrazaban. Quiero recordar a esa niña que llevaba un pañuelo porque no tenía pelo, posiblemente fuera por el cáncer, y me pregunto, desde el desgarro del corazón, qué será de estos niños y niñas. Quiero creer que las guerras se terminarán, que los muros de cemento y concertinas caerán, que caerán esos muros invisibles forjados en el racismo, el rechazo a los empobrecidos y el odio, que la gente podrá volver a sus países, porque ellos quieren morir en el país que los vio nacer. Quiero creer que nadie será obligado a salir de su país por la guerra, el hambre y la sed. Pero, para que caigan estos muros, es necesario que renazcan en nuestros corazones la sensibilidad, la conciencia, la acogida y el abrazo.
Más información
La HOAC se adhiere al manifiesto #SOSRefugiados: Refugio por Derecho
Sigue el infierno en el campo de refugiados de Moira
El tiempo pasa y la inhumanidad crece. Joaquín Sánchez, consiliario de la HOAC de Murcia. Noticias Obreras 1613 (diciembre 2018). Página 34. Experiencia
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