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Hermanos todos

17 noviembre 2020 | Por

Hermanos todos

En la encíclica Caritas in veritate, Benedicto XVI afirmó que «la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica» (n. 75). El papa Francisco ha dado siempre mucha importancia a la necesidad de recuperar el sentido de nuestra humanidad. En Laudato si’ subrayó con fuerza que, ante el clamor de los pobres y de la Tierra, muchas cosas tienen que cambiar de rumbo, pero «ante todo la humanidad necesita cambiar. Hace falta la conciencia de un origen común, de una pertenencia mutua y de un futuro compartido por todos» (n. 202). Podríamos decir que la encíclica Fratelli tutti (Hermanos todos) es una llamada a construir el mundo desde la recuperación del sentido de nuestra humanidad: somos hermanos y hermanas. Vivir y actuar en coherencia con ese ser fraterno es lo que puede cambiar nuestro mundo: «Frente a diversas y actuales formas de eliminar o ignorar a otros, seamos capaces de reaccionar con un nuevo sueño de fraternidad y de amistad social» (n. 6). «Hacer renacer entre todos un deseo universal de hermandad» (n. 8). «Es posible anhelar un planeta que asegure tierra, techo y trabajo para todos» (n. 127).

Francisco propone e invita a un sueño en el sentido más noble de la palabra. La encíclica es muy hermosa en ese sentido. No se trata de una ensoñación o de una quimera, sino de despertar la capacidad de imaginar una realidad nueva y distinta, que es el primer e indispensable paso para caminar hacia ella, para construirla. Es lo que nos hace reaccionar y actuar en coherencia con nuestro ser y vocación. Propone una nueva lógica para la construcción de nuestras vidas y de nuestro mundo: la de la fraternidad y la amistad social, tantas veces arrinconadas. Fundamentadas en el amor y, particularmente, en el amor social y político, en la caridad política. Y lo hace desde una convicción muy clara y concreta que Francisco ha expresado muchas veces, de forma particular en sus encuentros con los movimientos populares que resuenan en toda la encíclica: «este sistema no se aguanta», es un enorme desastre humano. Ahora lo expresa así: «Si alguien cree que solo se trata de hacer funcionar mejor lo que ya hacíamos, o que el único mensaje es que debemos mejorar los sistemas y las reglas ya existentes, está negando la realidad» (n. 7). Necesitamos cambios en profundidad.

Al respecto, la encíclica está llena de esperanza, con una visión de nuestro mundo y de cómo podemos responder a las necesidades humanas muy pegada a la realidad concreta. Francisco es muy concreto en sus propuestas. Por ejemplo, al referirse a la necesidad de volver a proponer la función social de la propiedad para que no haya excluidos, dice: «El derecho a la propiedad privada solo puede ser considerado como un derecho natural secundario y derivado del principio del destino universal de los bienes, y esto tiene consecuencias muy concretas que deben reflejarse en el funcionamiento de la sociedad. Pero sucede con frecuencia que los derechos secundarios se sobreponen a los prioritarios y originarios, dejándolos sin relevancia práctica» (n. 120).

Ante las sombras de un mundo cerrado, sin un proyecto para todos y que descarta a tantas personas, Francisco nos invita a la esperanza y a la responsabilidad a partir del mensaje de la parábola del buen samaritano: «No es una opción posible vivir indiferentes ante el dolor, no podemos dejar que nadie quede a un costado de la vida. Esto nos debe indignar, hasta hacernos bajar de nuestra serenidad para alterarnos por el sufrimiento humano. Eso es dignidad» (n. 68). Desde la capacidad de «pensar y gustar» un mundo abierto por el amor universal, muestra las potencialidades de la apertura a todas las personas sin los límites de las fronteras que niegan la dignidad y los derechos fundamentales de tantas y tantas personas. Y plantea la necesidad de una «buena política», para construir una nueva cultura del encuentro a través del diálogo y la amistad social.

La encíclica da una gran centralidad a la caridad política, a «la mejor política» puesta al servicio del auténtico bien común, que siempre atiende prioritariamente las necesidades de los empobrecidos. No puede haber un camino eficaz hacia la fraternidad universal y la paz social sin una «buena política». Para el Papa, «se trata de avanzar hacia un orden social y político cuya alma sea la caridad política» (n. 180), porque «la caridad, con su dinamismo universal, puede construir un mundo nuevo» (n. 183). Y, como siempre subraya Francisco, en la «buena política» es de gran importancia la dignidad del trabajo y el trabajo digno: «El gran tema es el trabajo. Lo verdaderamente popular –porque promueve el bien del pueblo– es asegurar a todas las personas la posibilidad de hacer brotar las semillas que Dios ha puesto en cada uno, sus capacidades, su iniciativa, sus esfuerzos (…) Por más que cambien los mecanismos de producción, la política no puede renunciar al objetivo de lograr que la organización de una sociedad asegure a cada persona alguna manera de aportar sus capacidades y su esfuerzo. Porque no existe peor pobreza que aquella que priva del trabajo y de la dignidad del trabajo» (n. 162).

Francisco acaba la encíclica recordándonos algo esencial, que el fundamento de la fraternidad, de un mundo abierto y sin excluidos, está en Dios: «Los creyentes pensamos que, sin una apertura al Padre de todos, no habrá razones sólidas y estables para el llamado a la fraternidad» (n. 272). Por eso, «sabemos que hacer presente a Dios es un bien para nuestras sociedades» (n. 274). Para los cristianos, la propuesta del Evangelio es nuestra mejor aportación a la fraternidad, pues «para nosotros, ese manantial de dignidad humana y de fraternidad está en el Evangelio de Jesucristo» (n. 277). Sin olvidar nunca que el Amor de Dios es lo que sostiene nuestra humanidad, la de todas las personas, creamos o no en Dios, porque el Amor de Dios es el mismo para todas.

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