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Juan Alberto Nguema, persona refugiada: “Ya tengo pasaporte, he vuelto a tener esperanza”

20 junio 2017 | Por

Juan Alberto Nguema, persona refugiada: “Ya tengo pasaporte, he vuelto a tener esperanza”

José Luis Palacios. Aunque no es una víctima de la guerra más reciente, ni siquiera de uno de esos conflictos que reciben más atención mediática, especialmente en el Día Mundial del Refugiado, ha conseguido ser reconocido como tal. Ni ha sido fácil, ni se le han acabado los obstáculos. Se apellida Nguema y nació en Guinea Ecuatorial.

Son millones de personas en todo el mundo las que buscan un lugar de acogida donde sentirse protegidos. Muchas de las que huyen de los conflictos y el hostigamiento encuentran la muerte en el camino o acaban recluidos en campamentos hacinados. El recuerdo doloroso de las tragedias pasadas y el recuento de los dramas actuales no parecen suficientes para aplicar medidas que alivien el sufrimiento de los que esperan una decisión administrativa para rehacer sus vidas.

Durante la entrevista en un despacho de la ONG Pueblos Unidos, con Nguema, de 47 años de edad, llega a decir: “Conociendo España como conoce la situación de mi país y lo que he tenido que pasar, no es normal que haya tardado ocho años en obtener el estatuto de refugiado”. Abandonó su país en 2007, al año siguiente de ser liberado gracias a la presión internacional que exigió probar en un juicio justo la acusación de haber participado en el confuso golpe de Estado de 2004.

“En el velatorio de mi hermano se presentó la policía militar diciendo que había sido informada de una reunión clandestina. Acabaron por irse avergonzados pero no aguantaba más vivir así. Estaba controlado, sin poder trabajar porque no hay empleo para los que estamos marcados, vigilado hasta en la Universidad, me avisaron de que estaba en su punto de mira, mi familia lo estaba pasando muy mal. Me vine a España con la idea de volver cuando la situación se calmara pero me aconsejaron que me quedara y eso hice”, explica Nguema.

“Salí de noche, supongo que el jefe del aeropuerto, que seguro que sabía quién era yo, no estaba, porque no me pusieron ningún problema”, asegura. No era la primera vez que tomaba el avión rumbo a nuestro país. Ya había estado antes, en una conferencia organizada por una fundación política, cuando parecía que la transición a la democracia en su país era inminente. Sin embargo, esta vez iba a resultar muy diferente.

En Guinea Ecuatorial ha experimentado situaciones horribles que incluyen estancias en la tristemente célebre prisión de “Black Beach”; un pasaje en un vuelo inquietante del continente a la isla donde se ubica la capital de este país africano, convertido recientemente en una potencia petrolífera; pistolas en la boca y en la sien; y heridas que le han dejado de recuerdo un puñado de cicatrices. De hecho, durante esta parte la conversación pronuncia frases como “me he ido salvando de situaciones que suenan increíbles” o “estoy vivo gracias a Dios.

A pesar de todo esto, confiesa que ha sido en España donde llegó a pensar en suicidarse. “No tenía trabajo más allá de algún empleo esporádico, de pocos días, vivía en casas de mis paisanos, cambiando cada poco tiempo para no ser una carga, también debajo de los puentes, comía de lo que me daba Cáritas…”, completa en su intento de explicar las circunstancias que le llevaron a tener aquellos pensamientos tan oscuros.

Entonces vivía en Zaragoza, porque “Madrid es caro, muy grande y muy difícil” y porque en la capital aragonesa residen muchos de sus compatriotas. “Perdí la esperanza, cada vez que iba a la oficina de asilo a renovar la tarjeta de residencia me decían que tenía que esperar la aprobación de Madrid. Yo creo que nadie me contrataba al ver que solo tenía permiso para seis meses, veía como agredían a compatriotas míos. Al final Dios me iluminó, me di cuenta de que todavía estaba conmigo y volví a Madrid”, añade.

Acudió a, Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) para ver si podía agilizar los trámites. Estos le dirigieron a la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), donde relanzaron su expediente a cuenta de las promesas de mejora de la política de asilo y le ayudaron a completar la documentación necesaria. Encontró un sitio donde vivir, en el sur de la capital. “La dueña es una paisana que confía en mí y que ha aguantado mucho tiempo que no le pagara el alquiler”, afirma.

En su nuevo barrio, comenzó a tejer relaciones sociales, empezando por el coro de una parroquia, ya que, como declara, “soy un católico convencido, fui seminarista”. Una persona de la comunidad le consiguió una cita con el personal de Pueblos Unidos que presta ayuda legal y orientación laboral, entre otras cosas, a personas inmigrantes. Gracias a su mediación, ha logrado un empleo en un restaurante, a hora y media de su residencia actual.

Fue en noviembre de 2016, ocho años después de haber presentado la solicitud, cuando recibió la notificación de que se le había concedido el estatuto de refugiado y aunque de momento todavía no es definitivo, tiene ya el pasaporte, lo que ha supuesto que vuelva a “tener esperanza”. “No sé si esto va a suponer que reciba alguna ayuda, si mi vida va a mejorar de verdad”, admite. Al menos tendrá más, no muchas, opciones que antes. De momento, gracias al programa de ayuda al refugiado de la Universidad Complutense de Madrid, se ha matriculado en filología hispánica, si bien, reconoce, que con el horario de trabajo actual no tiene tiempo de estudiar ni de hacer los exámenes.

“España es una potencia internacional en Derechos Humanos, ha ido avanzando mucho a lo largo del tiempo. Debería actuar con más contundencia y contar con una política de acogida mucho más fuerte. En especial, con aquellos ciudadanos de países como el mío, con el que tiene tantas cosas en común”, proclama, con la claridad propia de quien en una época de su vida se dedicó en cuerpo y alma a construir un partido político que pudiera concurrir en unas elecciones realmente libres.

 

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