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No os quedéis mirando al cielo

08 junio 2019 | Por

No os quedéis mirando al cielo

Juan Mari Lechosa | Las elecciones que hemos tenido que celebrar en el mes de abril y mayo han sido una verdadera prueba para nuestra paciencia al soportar unas campañas que han buscado más el desprestigio de los rivales que el convencimiento de los electores. Ahora, a la vista del resultado, podremos sentirnos defraudados o satisfechos según cuáles hayan sido, no solo los candidatos elegidos sino, sobre todo, los programas aprobados que deberán desarrollarse de acuerdo con las promesas electorales que se nos hicieron. En cualquier caso, hay proyectos sociales a los que los seguidores de Jesús no podemos renunciar y que no podrán plasmarse plenamente en ningún programa político. Esa es la causa que nos obliga a vivir permanentemente insatisfechos. La acción política es necesaria. Pero es insuficiente.

El proyecto de Jesús, que él llamaba el reinado de Dios, es una utopía que nos invita a ir siempre más allá de las realizaciones sociales que son pasos con los que avanzamos o retrocedemos en el camino por el que Él nos guía y acompaña. La centralidad del ser humano, la dignidad inviolable de toda persona, la preferencia por los más pobres, la defensa de la vida y de la libertad, o el respeto por la naturaleza cósmica de la que formamos parte, son objetivos ineludibles para el compromiso socio-político de un cristiano.

Es verdad que en ninguna sociedad, ni siquiera en la misma Iglesia, se encuentran plenamente realizados esos objetivos que responden a los ideales más nobles del ser humano. Unos ideales que los cristianos hemos visto realizados de forma plena y anticipada en la vida y en la práctica de Jesús de Nazaret. Al resucitar a Jesús Dios nos mostró que su vida servicial y solidaria era la verdadera vida y que en su modo de relacionarse con las personas y con las cosas, se nos revelaba su proyecto creador para la humanidad y para todo el universo. Por eso en la Iglesia, en la noche de la Pascua, proclamamos que él es el principio y el fin, el alfa y la omega. O como dice bellamente el Concilio Vaticano II: «La clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro» (Gaudium et spes, 10). Esto es mucho decir, ciertamente, y no nos debe de extrañar que se haga tan difícil reconocerlo. Solo el testimonio de nuestras vidas puede hacer creíble la verdad de esta fe que confesamos.

Ahora ya no tenemos papeletas para votar, pero nos queda un papel en el que está inscrito nuestro nombre y no podemos abstenernos ni votar en blanco para que sean otros los que se hagan cargo de nuestra responsabilidad. Nuestro compromiso social y político es, como algunos carnés, personal e intransferible; es el único recurso del que disponemos para que avance la justicia y se acreciente la paz.

En el Evangelio que proclamamos en estas fiestas de Pascua del mes de junio se nos cuenta cómo los discípulos compartían la misma vida de Jesús, aunque él estaba bien muerto. «Yo vivo y vosotros viviréis», les había prometido (Jn 14, 19). Al resucitarle, Dios había hecho de Jesús un Espíritu de vida y lo había derramado en lo más íntimo de sus personas y lo reconocían presente en medio de ellos cuando se reunían en su nombre. Ese Espíritu era un viento que les arrastraba, un fuego que les purificaba y un aliento que les animaba a continuar su obra; ya no podían seguir mirando al cielo como si solo hubiera que esperar a que volviera su Señor.

El papa Francisco, en la exhortación Evangelii gaudium 259, dice: «En Pentecostés, el Espíritu hizo que los apóstoles salieran de sí mismos y los convirtieran en heraldos de las maravillas de Dios, capaces de hablarle a cada persona en su propio idioma. El Espíritu Santo también brinda el coraje de proclamar la novedad del Evangelio con audacia en cada momento y lugar, incluso cuando se encuentra con la oposición. Llamémosle hoy, firmemente enraizado en la oración, porque sin la oración, toda nuestra actividad corre el riesgo de ser infructuosa y nuestro mensaje vacío. Jesús quiere evangelizadores que proclamen las buenas nuevas no solo con palabras, sino sobre todo con una vida transfigurada por la presencia de Dios».

Nosotros también recibimos el mismo Espíritu Santo y no podemos andar mirando y remirando el resultado de las elecciones como si ya, con votar, hubiéramos hecho todo lo que teníamos que hacer.

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