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Sandra Villalobos Nájera, socióloga: «Las relaciones han de pasar de la apropiación al encuentro»

27 marzo 2019 | Por

Sandra Villalobos Nájera, socióloga: «Las relaciones han de pasar de la apropiación al encuentro»

Olivia Pérez | Esta doctora en Ciencias Políticas y Sociales por la Universidad Autónoma de México se ha dedicado a estudiar el ejercicio de los derechos de las mujeres en el campo religioso, desde sus propias experiencias, y a investigar su vinculación con los procesos sociales y culturales.

Su artículo publicado en la revista Iglesia Viva, «Trabajo y nueva humanidad. La Creación frente al dominio», persigue «la reconceptualización y la reelaboración» de algunas categorías y conceptos presentes en Laborem exercen, teniendo en cuenta los cambios experimentados desde entonces y los desafíos globales actuales, ¿en qué han cambiado la sociedad y la Iglesia en estos casi 40 años desde la citada encíclica, que justifique un cambio en el paradigma eclesial del tratamiento de la Creación?

El mundo ha cambiado radicalmente en los últimos 40 años. Vivimos fuertes crisis humanitarias de graves consecuencias, estamos en un momento de desborde, saturación y de deterioro del entorno, que hace imposible no considerar que las reflexiones y las acciones desde la construcción de nuevos modelos de relación entre las personas, y de estas con el medio, deben ser revisadas. Las Iglesias, al igual que otras instituciones, han cambiado también, no siempre al ritmo de las necesidades humanas y no siempre con la capacidad de brindar alternativas, sobre todo cuando ello implicaría cambios y transformaciones, dentro de las propias instituciones, y con ello, la pérdida de muchos de sus privilegios.

Pienso que la pregunta es otra: ¿es posible, como habitantes de este hoy y cocreadores de este mundo, seguir considerando el mismo paradigma?

¿De qué manera se han explotado y dominado los territorios?

El dominio de los territorios ha sido comprendido como parte del progreso, como una forma de acceder a la modernidad. Es una concepción que ha permanecido vigente, aún a pesar de los evidentes costos naturales, sociales, relacionales y económicos. En muchas ocasiones, se tiende a pensar que el factor económico es lo central, dado que se da a la ganancia y al costo, el lugar determinante en la valoración. Tal vez por ello, el costo del deterioro ambiental y sus implicaciones sociales y relacionales pasan a un segundo término, cuando la comprensión del entorno se concentra en su grado de funcionamiento y uso, no solo para las necesidades humanas, sino incluso para las banalidades del mundo globalizado.

El dominio del territorio, como forma de comprender el progreso, hace de la explotación la herramienta de dominio. El poder se entiende como posesión y uso: el territorio, los recursos, y sus habitantes pasan a ser parte de esta lógica de dominio, en la que todo puede ser comprado o usado. No se trata, pues, de un poder para hacer o para transformar en horizontalidad.

¿Y los cuerpos de las personas, especialmente, de las mujeres?

El cuerpo es el espacio donde ocurre el encuentro íntimo, el espacio que permite la relación y el contacto con el dentro y fuera. Someter el cuerpo es una forma de establecer el dominio sobre el sujeto y la dominación abarca desde la omisión hasta la destrucción en todas sus formas y representaciones.

El reconocimiento de la otredad pasa por comprender la interseccionalidad de sus condiciones de vulnerabilidad y la necesidad de un marco sustentado en los derechos humanos y la justicia para todas y todos. La ocupación de los territorios y de los cuerpos es una violación de derechos humanos que discrimina por edad, etnia, género y clase –por mencionar algunas categorías– y nos devuelve una mirada que debe utilizar la indignación como método reflexivo para buscar transformación.

Los cuerpos pueden ser utilizados, comercializados y desechados; se busca el dominio de los cuerpos y se establecen diferencias de dominio y expropiación entre ellos. Los cuerpos de las niñas, niños y las mujeres –y los hombres– están siendo sometidos a situaciones de violencia extrema: en sus cuerpos se escriben historias de violencia estructural, en donde la tortura y los desmembramientos dejan, no solo el mensaje del perpetrador, sino, también, el de la acción institucional insuficiente –llegando a la omisión– y de una sociedad que guarda silencio, pero que también se organiza.

La violencia contra las niñas y las mujeres, desde las formas más sutiles hasta las expresiones más violentas es un problema global, atendido con estrategias paliativas, con programas en muchas ocasiones de tipo asistencial, que siguen colocando el problema en las víctimas y sus acciones, como si fuera un asunto de mujeres. Esto ha llevado a una crisis donde las acciones organizadas desde las mujeres –afortunadamente cada vez más visibles y contestatarias– no son suficientes para una transformación urgente y necesaria mientras las instituciones encargadas de legislar y ejecutar los mecanismos de protección, dentro de un marco de derechos, sigan siendo cómplices de un sistema que continúa objetivándolas.

Ya en los años 80 cuando fue publicada la encíclica Laborem exercens, no parecía realista pretender confinar a las mujeres al trabajo del hogar y los cuidados. Hoy es del todo extemporáneo y minoritario, incluso en la Iglesia, al menos en Europa. ¿Siguen existiendo voces eclesiales contra la presencia de las mujeres en el mundo del trabajo remunerado? ¿Qué opina sobre ello?

Se trata de un argumento reduccionista o poco realista, no solo para los 80. Las mujeres han trabajado siempre, en los ámbitos productivos y reproductivos. Han trabajado en la casa, en el campo, en la fábrica, en la calle, en la escuela y prácticamente en todos los ámbitos; pero debemos tener cuidado, pues esto no significa que su trabajo haya sido reconocido, regulado y remunerado de manera justa. Con esto, no podemos hablar de equivalencia en cuanto al valor otorgado al trabajo, lo que, también, constituye una negación del trabajo de las mujeres y un espacio para la violación de sus derechos, respecto a los cuales, la Iglesia –tomando en cuenta que decir Iglesia de manera tan general puede incluir muchos sectores– pocas veces se ha pronunciado.

Si bien es cierto que no es un discurso público vigente en la Iglesia –a veces en la privacidad de las parroquias locales lo es–, tampoco ha habido un reconocimiento de la importancia del trabajo de las mujeres por estos mismos sectores, sobre todo, cuando el trabajo del que se habla sale de las labores asociadas al cuidado y al servicio, ambos considerados parte de las especializaciones de género y asociados a la provisión de afectos incondicionales que las mujeres brindan, y que, por ello, no suelen ser tomados en cuenta como un trabajo del ámbito productivo.

Las consideraciones sobre el trabajo de las mujeres y los hombres desde los ámbitos eclesiales no han sido pronunciadas a la par de los sucesos y la dinámica de este mundo. La omisión del discurso también es una forma de evitar la rectificación de un posicionamiento. Muchos de los discursos eclesiales pronunciados desde las jerarquías institucionales llegan con retraso al movimiento del mundo y no dan respuesta, ni acompañamiento, a las situaciones que sus congregantes experimentan. En el caso del trabajo de las mujeres, y las condiciones en que ellas lo realizan, no es la excepción.

Pero Iglesia no solo es jerarquía institucionalizada, la Iglesia también son las y los sujetos que construyen, y en Latinoamérica tenemos muchas gratas experiencias de organizaciones religiosas que han roto con estas omisiones y en las que las mujeres, desde el nombramiento de las propias experiencias, han construido espacios de religiosidad donde se reconoce su quehacer, su palabra y su decisión.

«No hay dignidad en el dominio», ha dicho en otro lugar. ¿Cómo ha podido existir una teología que lo apoyara?

Creo que esta noción no ha sido exclusiva de algunas visiones teológicas: ha sido una concepción extendida del mundo contemporáneo, probablemente porque entre otros factores, el dominio está asociado al privilegio, a la posibilidad de estar sobre otras y otros y decidir sobre ellas y ellos. Se trata del poder sobre la otredad y, sobre todo, de relaciones verticales que buscan establecer una única forma de ser y hacer. El dominio sobre la y el sujeto tiene de fondo su cosificación y su anulación.

Afortunadamente no hay una sola teología; y construcciones teológicas, como las que las mujeres han elaborado desde sus propias experiencias vitales, han contribuido a concebir que la relación con el mundo puede ser diferente, no desde la apropiación de la y el otro, sino desde su encuentro.

¿Puede el concepto de trabajo digno ayudar a acabar con la explotación y el maltrato de cuerpos y hasta pueblos enteros? ¿En qué condiciones y cómo lograr que sea así?

Hablar de trabajo digno implica considerar una serie de elementos que no pueden ser vistos de manera aislada. El trabajo digno no puede pensarse sin considerar la relación de este, con un marco de ejercicio de derechos plenos para todas y todos. ¿Cómo el concepto de trabajo digno puede cambiar las condiciones vitales de las personas, cuando encima de ellas se encuentra una estructura que se mantiene justo porque puede obviar la dignidad y el respeto de lo humano, al poner precio al cuerpo de una niña, para su explotación sexual, con la complicidad de las instituciones?

La transformación requiere un cambio en el sistema, en la estructura y en las instituciones que lo componen. Las nociones son formas de nombrar, pero cuando no hay acciones consistentes, los cambios se quedan en el papel. Las iglesias también deberían asumir sus responsabilidades en ello, dejar el espacio de la ambigüedad discursiva y aclarar sus posicionamientos y acciones, frente a situaciones de injusticia que viven, no solo quienes son parte de sus instituciones, sino también de otras.Las denuncias en contra el abuso y la dominación de los cuerpos también deben salir de los espacios de complicidad eclesial.

¿Está la teología preparada para acompañar las aspiraciones de libertad, igualdad y respeto a la creación en el momento actual (8M, #MeToo, lucha contra los abusos en la Iglesia, reforma de los ministerios ordenados…)?

Para ello, tendríamos que considerar, primero, que no existe una teología, sino muchas visiones teológicas. El acompañamiento que desde los ámbitos religiosos se hace en la lucha contra los abusos de pederastia, de abuso sexual y feminicidio y el reconocimiento de derechos de las diversidades sexuales, por mencionar solo algunos, no se dan desde la hegemonía religiosa. Se han dado desde la disidencia, desde la resistencia y desde las visiones religiosas alternativas. En la mayoría de los casos, se trata de un acompañamiento que surge desde las y los sujetos y del apoyo de algunas y algunos religiosos que asumen también costos de dicho acompañamiento. Pero los pronunciamientos, desde las estructuras religiosas, se han caracterizado más por un tipo de discurso que deja en la ambigüedad cualquier posicionamiento y acción, cuando no, una omisión cómplice, que llama en lo privado a la resignación y el silencio.

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