Discurso del papa Francisco en su encuentro con el mundo del trabajo realizado en el establecimiento siderúrgico Ilva, durante su visita pastoral a Génova (sábado 27 de mayo de 2017). A las palabras del papa, le preceden cuatro intervenciones efectuadas por un empresario, una representante sindical, un trabajador y una desempleada.
[Ferdinando Garré, empresario del sector de reparaciones navales] En nuestro trabajo nos encontramos que tenemos que luchar contra tantos obstáculos —la excesiva burocracia, la lentitud de las decisiones públicas, la falta de servicios e infraestructuras adecuadas— que a menudo no permiten liberar las mejores energías de esta ciudad. Compartimos este camino arduo con nuestro capellán y nos anima nuestro arzobispo, el cardenal Angelo Bagnasco. Nos dirigimos a usted, Santidad, para pedirle una palabra de cercanía. Una palabra que nos conforte y nos anime frente a los obstáculos que cada día nosotros como empresarios nos encontramos.
¡Buenos días a todos! Es la primera vez que vengo a Génova, estar tan cerca del puerto me recuerda de dónde salió mi padre… Esto me emociona mucho. Y gracias por vuestra acogida. El señor Ferdinando Garré: yo conocía las preguntas, y para algunas escribí ideas para responder; y tengo también el bolígrafo en la mano para retomar cualquier cosa que me venga a la mente en el momento, para responder. Pero en estas preguntas sobre el mundo del trabajo he querido pensar bien para responder bien, porque hoy el trabajo está en riesgo. Es un mundo donde el trabajo no se considera con la dignidad que tiene y que da. Por esto responderé con las cosas que he pensado y algunas las diré en el momento.
Hago una premisa. La premisa es: el mundo del trabajo es una prioridad humana. Y, por lo tanto, es una prioridad cristiana, una prioridad nuestra, y también una prioridad del Papa. Porque viene de aquel primer mandamiento que Dios dio a Abrahán: «ve, haz crecer la tierra, trabaja la tierra, domínala». Ha existido siempre una amistad entre la Iglesia y el trabajo, comenzando por Jesús trabajador. Donde hay un trabajador, ahí está el interés y la mirada de amor del Señor y de la Iglesia. Pienso que esto está claro. Es muy hermosa esta pregunta que proviene de un empresario, de un ingeniero; de su modo de hablar de la empresa surgen las típicas virtudes del empresario. Y dado que esta pregunta la formula un empresario, hablaremos de ellos. La creatividad, el amor por la propia empresa, la pasión y el orgullo por la obra de sus manos, de su inteligencia y de los trabajadores. El empresario es una figura fundamental de toda buena economía: no hay una buena economía sin un buen empresario. No hay buena economía sin buenos empresarios, sin vuestra capacidad para crear, crear trabajo, crear productos. En sus palabras se percibe también el amor por la ciudad —y se entiende esto— por su economía, por la cualidad de las personas, de los trabajadores, y también del ambiente, del mar… Es importante reconocer las virtudes de los trabajadores y las trabajadoras. Sus necesidades —de los trabajadores y las trabajadoras— tienen que ver con el hacer bien el trabajo porque el trabajo hay que hacerlo bien. A veces se piensa que un trabajador trabaja bien sólo porque se le paga: esta es una grave desestima de los trabajadores y del trabajo, porque niega la dignidad del trabajo, que inicia precisamente en trabajar bien por dignidad, por honor. El verdadero empresario —intentaré dibujar el perfil de un buen empresario— el verdadero empresario conoce a sus trabajadores, porque trabaja junto a ellos, trabaja con ellos. No olvidemos que el empresario debe ser antes que nada un trabajador. Si él no tiene esta experiencia de la dignidad del trabajo, no será un buen empresario. Comparte las fatigas de los trabajadores y comparte las alegrías del trabajo, la solución de los problemas, crear algo juntos. Y si debe despedir a alguien es siempre una decisión dolorosa y no lo haría, si pudiese. Ningún buen empresario ama despedir a su gente —no, quien piensa resolver el problema de su empresa despidiendo a la gente, no es un buen empresario, es un comerciante, hoy vende a su gente, mañana vende la propia dignidad—, sufre siempre, y a veces de este sufrimiento nacen nuevas ideas para evitar el despido. Este es el buen empresario. Yo recuerdo, hace casi un año, un poco menos, en la misa en Santa Marta a las 7 de la mañana, a la salida saludo a la gente que está ahí, y se acercó un hombre. Lloraba. Dijo: “he venido a pedir un favor: estoy al límite y debo hacer una declaración de quiebra. Esto significaría despedir unos 60 trabajadores, y no quiero, porque siento que me despido a mí mismo”. Y aquel hombre lloraba. Él era un buen empresario. Luchaba y pedía por su gente, porque era “suya”: “Es mi familia”. Están unidos…
Una enfermedad de la economía es la progresiva transformación de los empresarios en especuladores. Al empresario no se le debe confundir de ninguna manera con el especulador: son dos tipos diversos. Al empresario no se le debe confundir con el especulador: el especulador es una figura semejante a la que Jesús en el Evangelio llama “mercenario”, para contraponerlo al Buen Pastor. El especulador no ama a su empresa, no ama a los trabajadores, sino que ve a la empresa y los trabajadores sólo como medios para obtener provecho. Usa, usa a la empresa y a los trabajadores para sacar provecho. Despedir, cerrar, mover la empresa no le crea problema alguno, porque el especulador usa, instrumentaliza, “come” personas y medios en favor de sus objetivos de provecho. Cuando la economía la habitan, en cambio, los buenos empresarios, las empresas son amigas de la gente y también de los pobres. Cuando pasa a manos de los especuladores, todo se echa a perder. Con el especulador, la economía pierde rostro y pierde los rostros. Es una economía sin rostros. Una economía abstracta. Detrás de las decisiones del especulador no hay personas y, por lo tanto, no se ven las personas que hay que despedir y recortar. Cuando la economía pierde contacto con los rostros de las personas concretas, ella misma se convierte en una economía sin rostro y, por lo tanto, una economía despiadada. Hay que tener miedo a los especuladores, no a los empresarios; no, no hay que temer a los empresarios porque hay muchos muy buenos. No. Hay que temer a los especuladores. Pero paradójicamente, a veces el sistema político parece alentar a quien especula sobre el trabajo y no a quien invierte y cree en el trabajo. ¿Por qué? Porque crea burocracia y controles partiendo de la hipótesis de que los agentes de la economía son especuladores, y de este modo quien no lo es se ve en desventaja y quien lo es, logra encontrar los medios para eludir los controles y lograr sus objetivos. Se sabe que los reglamentos y las leyes pensadas para los deshonestos acaban por penalizar a los honestos. Y hoy existen muchos verdaderos empresarios, empresarios honestos que aman a sus trabajadores, que aman a la empresa, que trabajan junto a ellos para llevar adelante la empresa, y estos son los más desfavorecidos por estas políticas que favorecen a los especuladores. Pero los empresarios honestos y virtuosos salen adelante, al final, no obstante todo. Me gusta citar a este propósito, una bella frase de Luigi Einaudi, economista y presidente de la República italiana. Escribía: “Miles, millones de individuos trabajan, producen y ahorran, no obstante todo lo que nosotros podemos inventar para molestarles, obstaculizarles, desanimarles. Es la vocación natural la que les empuja, no sólo la sed de ganancia. El gusto, el orgullo de ver la propia empresa prosperar, adquirir crédito, inspirar confianza a cada vez más clientes, ampliar las instalaciones, constituyen un motivo de progreso tan potente como la ganancia. Si no fuera así, no se explicaría cómo hay empresarios que en el propio trabajo prodigan todas sus energías e invierten todos sus capitales para retirar a menudo ganancias mucho más modestas de las que seguramente y cómodamente podrían obtener con otros trabajos”. Tienen esa mística del amor…
Le agradezco por lo que usted ha dicho, porque usted es un representante de estos empresarios. Vosotros estad atentos, empresarios, y también vosotros, trabajadores: estad atentos con los especuladores. Y también con las reglas y las leyes que al final favorecen a los especuladores y no a verdaderos empresarios. Y al final dejan a la gente sin trabajo. Gracias.
[Micaela, representante sindical] Hoy se habla nuevamente de industria gracias a la cuarta revolución industrial o industria 4.0. Bien: el mundo del trabajo está preparado para aceptar nuevos desafíos productivos que aporten bienestar. Nuestra preocupación es que esta nueva frontera tecnológica y la remontada económica y productiva que antes o después se dará, no traigan consigo un nuevo empleo de calidad, sino que por el contrario contribuyan a incrementar la precariedad y el malestar social. Hoy la verdadera revolución en cambio sería precisamente la de transformar la palabra «trabajo» en una forma concreta de rescate social.
Me viene a la cabeza responder, al principio, con un juego de palabras… Tú has terminado con la palabra “rescate social”, y me viene el “chantaje social”. Lo que digo ahora es una cosa real, que ocurrió en Italia hace un año. Había una fila de gente desempleada para encontrar un trabajo, un trabajo interesante, de oficina. La chica que me lo contó —una chica culta, hablaba algunos idiomas, que eran importantes para ese puesto— y le dijeron: “Sí, puede ir bien…; serán 10-11 horas al día…” — “¡Sí, sí!” —dijo ella enseguida, porque necesitaba trabajo— “Y se comienza con —creo que dijeron, no quiero equivocarme, pero no más de— 800 euros al mes”. Y ella dijo: “pero … ¿800 solamente? ¿11 horas?”. Y el señor —el especulador, no era empresario, el empleado del especulador— le dijo: “Señorita, mire detrás de usted la fila: si no le gusta, váyase”. ¡Esto no es rescate sino chantaje!
Ahora diré lo que había escrito, pero tu última palabra me inspiró este recuerdo. El trabajo en negro. Otra persona me contó que trabajó, pero desde septiembre a junio, y volvía a comenzar en octubre, septiembre. Y así se juega… El trabajo en negro.
He aceptado la propuesta de tener este encuentro hoy, en un lugar de trabajo y de trabajadores, porque también estos son lugares del pueblo de Dios.
Los diálogos en los lugares del trabajo no son menos importantes que los diálogos que hacemos dentro de las parroquias o en las solemnes salas de convenciones, porque los lugares de la Iglesia son los lugares de la vida y en consecuencia también las plazas y las fábricas. Porque alguien puede decir: “¿Pero este sacerdote, qué nos está diciendo? ¡Váyase a la parroquia!”. No, el mundo del trabajo es el mundo del pueblo de Dios: todos somos Iglesia, todos pueblo de Dios. Muchos de nuestros encuentros entre Dios y los hombres, de los que nos habla la Biblia y los Evangelios, han ocurrido mientras las personas trabajaban: Moisés oye la voz de Dios que le llama y le revela su nombre mientras llevaba a pastar el rebaño del suegro; los primeros discípulos de Jesús eran pescadores y son llamados por Él mientras trabajaban a orillas del lago. Es muy cierto lo que usted dice: la falta de trabajo es mucho más que la falta de una fuente de ingresos para poder vivir. El trabajo es también esto, pero es mucho, mucho más. Trabajando nosotros nos hacemos más persona, nuestra humanidad florece, los jóvenes se convierten en adultos solamente trabajando. La Doctrina social de la Iglesia ha visto siempre el trabajo humano como participación en la creación que continúa cada día, también gracias a las manos, a la mente y al corazón de los trabajadores. Sobre la tierra hay pocas alegrías más grandes que las que se experimentan trabajando, así como hay pocos dolores más grandes que los dolores del trabajo, cuando el trabajo explota, aplasta, humilla, mata. El trabajo puede hacer mucho daño porque puede hacer mucho bien. El trabajo es amigo del hombre y el hombre es amigo del trabajo, y por esto no es fácil reconocerlo como enemigo, porque se presenta como una persona de casa, también cuando nos golpea y nos hiere. Los hombres y las mujeres se nutren del trabajo: con el trabajo están “ungidos de dignidad”. Por esta razón, entorno al trabajo se edifica el entero pacto social. Este es el núcleo del problema. Porque cuando no se trabaja, o se trabaja mal, se trabaja poco o se trabaja demasiado, es la democracia la que entra en crisis, es todo el pacto social. Es también este el sentido del artículo 1 de la Constitución italiana, que es muy bonito: “Italia es una República democrática, fundada en el trabajo”. Con base en esto podemos decir que quitar el trabajo a la gente o explotar a la gente con trabajo indigno o mal pagado o come sea, es anticonstitucional. Si no estuviera fundada en el trabajo, la República italiana no sería una democracia, porque el puesto de trabajo lo ocupan y lo han ocupado siempre privilegios, castas, rentas. Entonces es necesario mirar sin miedo, pero con responsabilidad, a las transformaciones tecnológicas de la economía y de la vida y no resignarse a la ideología que está imponiéndose por doquier, que imagina un mundo donde solo la mitad o quizás dos tercios de los trabajadores trabajarán, y los demás serán mantenidos por una ayuda social. Debe quedar claro que el objetivo verdadero que hay que alcanzar no es la “renta para todos”, sino ¡el “trabajo para todos”! Porque sin trabajo, sin trabajo para todos no habrá dignidad para todos. El trabajo de hoy y de mañana será distinto, quizás muy distinto —pensemos en la revolución industrial hubo un cambio, también aquí habrá una revolución— será distinto del trabajo de ayer pero deberá ser trabajo no pensión, no jubilados: trabajo. Se jubila con la edad justa, es un acto de justicia; pero está contra la dignidad de las personas jubilarlas con 35 o 40 años, dar un subsidio del Estado, y arréglatelas. “Pero, ¿tengo para comer?”. Sí. “¿Tengo para sacar adelante a mi familia, con este subsidio?” Sí. “¿Tengo dignidad?” ¡No! ¿Por qué? Porque no tengo trabajo. El trabajo de hoy será diverso. Sin trabajo, se puede sobrevivir; pero para vivir, es necesario el trabajo. La elección es entre el sobrevivir y el vivir. Y se necesita trabajo para todos. Para los jóvenes… ¿Vosotros sabéis el porcentaje de jóvenes de 25 años para abajo, desempleados, que hay en Italia? Yo no lo diré: buscad las estadísticas. Y esto es una hipotéca sobre el futuro. Porque estos jóvenes crecen sin dignidad, porque no son “ungidos” con el trabajo que es lo que da la dignidad. Pero el núcleo de la pregunta es este: un subsidio estatal, mensual, que te permite sacar adelante una familia no resuelve el problema. El problema se resuelve con el trabajo para todos. Creo haber respondido más o menos…
[Sergio, un trabajador que hace un camino de formación promovido por los capellanes] No es raro que en los ambientes de trabajo prevalezca la competición, la carrera, los aspectos económicos, mientras que el trabajo es una ocasión privilegiada de testimonio y de anuncio del Evangelio, vivido adoptando actitudes de hermandad, colaboración y solidaridad. Pedimos a Su Santidad consejos para caminar mejor hacia estos ideales.
Los valores del trabajo están cambiando muy rápidamente, y muchos de estos nuevos valores de la gran empresa y de la gran finanza no son valores en línea con la dimensión humana, y por lo tanto con el humanismo cristiano. El acento sobre la competición al interno de la empresa, además de ser un error antropológico y cristiano, es también un error económico, porque olvida que la empresa es ante todo cooperación, asistencia mutua, reciprocidad. Cuando una empresa crea científicamente un sistema de incentivos individuales que ponen a los trabajadores en competición entre ellos, quizás en breve periodo puede obtener alguna ventaja, pero termina pronto por minar ese tejido de confianza que es el alma de cada organización. Y así, cuando llega una crisis, la empresa se deshace e implosiona, porque no hay ninguna cuerda que la sujete. Se necesita decir con fuerza que esta cultura competitiva entre los trabajadores dentro de la empresa es un error, y por tanto una visión que hay que cambiar si queremos el bien de una empresa, de los trabajadores y de la economía. Otro valor que en realidad es un desvalor es la muy celebrada “meritocracia”. La meritocracia fascina mucho porque usa una palabra bonita: “el mérito”; pero como la instrumentaliza y la usa de manera ideológica, la desnaturaliza y pervierte. La meritocracia, más allá de la buena fe de los muchos que la invocan, está convirtiéndose en una legitimación ética de la desigualdad. El nuevo capitalismo a través de la meritocracia da un carácter moral a la desigualdad, porque interpreta los talentos de las personas como un don: el talento no es un don según esta interpretación: es un mérito, determinando un sistema de ventajas y desventajas acumulativas. Así, si dos niños desde el nacimiento nacen diferentes por talentos u oportunidades sociales y económicas, el mundo económico leerá los distintos talentos como mérito, y les remunerará diversamente. Y así, cuando esos dos niños se jubilen, la desigualdad entre ellos se habrá multiplicado. Una segunda consecuencia de la llamada “meritocracia” es el cambio de la cultura de la pobreza. El pobre es considerado un desmerecedor y por tanto un culpable. Y si la pobreza es culpa del pobre, los ricos son exonerados de hacer algo. Esta es la vieja lógica de los amigos de Job, que querían convencerle que fuese culpable de su desaventura. Pero esta no es la lógica del Evangelio, no es la lógica de la vida: la meritocracia en el Evangelio la encontramos en cambio en la figura del hermano mayor en la parábola del hijo pródigo. Él desprecia al hermano menor y piensa que debe permanecer como un fracasado porque se lo ha merecido; en cambio el padre piensa que ningún hijo se merece las bellotas de los cerdos.
[Vittoria, desempleada] Nosotros desempleados sentimos las instituciones no solo lejanas sino madrastras, más ocupadas por un asistencialismo pasivo que por trabajar para crear las condiciones que favorezcan el trabajo. Nos conforta el calor humano con el que la Iglesia nos es cercana y la acogida que cada uno encuentra en la casa de los capellanes. Santidad, ¿dónde podemos encontrar la fuerza para creer siempre y no tirar la toalla nunca no obstante todo esto?
¡Es exactamente así! Quien pierde el trabajo y no consigue encontrar otro buen trabajo, siente que pierde la dignidad, como pierde la dignidad quien está obligado por necesidad a aceptar trabajos malos y equivocados. No todos los trabajos son buenos: hay todavía demasiados trabajos malos y sin dignidad, en el tráfico ilegal de armas, en la pornografía, en los juegos de azar y en todas esas empresas que no respetan los derechos de los trabajadores o de la naturaleza. Igual de malo es el trabajo de quien le pagan mucho para que no tenga horarios, límites, confines entre trabajo y vida para que el trabajo se convierta en toda su vida. Una paradoja de nuestra sociedad es la coexistencia de una creciente cuota de personas que querrían trabajar y no lo consiguen, y otros que trabajan demasiado, que querrían trabajar menos pero no lo consiguen porque han sido “comprados” por las empresas. El trabajo, en cambio, se convierte en “hermano trabajo” cuando junto a ello está el tiempo del no-trabajo, el tiempo de la fiesta. Los esclavos no tienen tiempo libre: sin el tiempo de la fiesta el trabajo se vuelve esclavista, aunque sea muy bien pagado; y para poder hacer fiesta debemos trabajar. En las familias donde hay desempleados, nunca es verdaderamente domingo y las fiestas se convierten a veces en días de tristeza porque falta el trabajo del lunes. Para celebrar la fiesta, es necesario poder celebrar el trabajo. Uno marca el tiempo y el ritmo del otro. Van juntos.
Comparto también que el consumo es un ídolo de nuestro tiempo. El consumo es el centro de nuestra sociedad, y por tanto el placer que el consumo promete. Grandes tiendas, abiertas 24 horas al día, todos los días, nuevos “templos” que prometen la salvación, la vida eterna; cultos de puro consumo y por tanto de puro placer. Es también esta la raíz de la crisis del trabajo de nuestra sociedad: el trabajo es fatiga, sudor. La Biblia lo sabía muy bien y nos lo recuerda. Pero una sociedad hedonista, que ve y quiere solo el consumo, no entiende el valor de la fatiga y del sudor y entonces no entiende el trabajo. Todas las idolatrías son experiencias de puro consumo: los ídolos no trabajan. El trabajo es alumbramiento: son dolores para poder generar luego alegría por lo que se ha generado juntos. Sin encontrar una cultura que estima la fatiga y el sudor, no encontraremos una nueva relación con el trabajo y continuaremos soñando con el consumo de puro placer. El trabajo es el centro de cada pacto social: no es un medio para poder consumir, no. Es el centro de cada pacto social. Entre el trabajo y el consumo hay muchas cosas, todas importantes y bonitas, que se llaman dignidad, respeto, honor, libertad, derechos, derechos de todos, de las mujeres, de los niños, de las niñas, de los ancianos… Si malvendemos el trabajo al consumo, con el trabajo pronto malvenderemos también todas estas palabras hermanas suyas: dignidad, respeto, honor, libertad. No debemos permitirlo, y debemos continuar pidiendo trabajo, generándolo, estimándolo, amándolo. También a rezándolo: muchas de las oraciones más bonitas de nuestros padres y abuelos eran oraciones de trabajo, aprendidas y rezadas antes, depués y durante el trabajo. El trabajo es amigo de la oración; el trabajo está presente todos los días en la Eucaristía, cuyos dones son el fruto de la tierra y del trabajo del hombre. Un mundo que ya no conoce los valores y el valor del trabajo, no entiende ya ni siquiera la Eucaristía, la oración verdadera y humilde de las trabajadoras y los trabajadores. Los campos, el mar, las fábricas han sido siempre “altares” desde los cuales se han elevado oraciones bonitas y puras, que Dios ha acogido y guardado. Oraciones dichas y rezadas por quien sabía y quería rezar pero también dichas con las manos, con el sudor, con la fatiga del trabajo por quien no sabía rezar con la boca. Dios ha acogido también estas y continúa acogiéndolas también hoy.
Por esto, querría terminar este diálogo con una oración: es una oración antigua, el “Ven, Espíritu Santo”, que es también una oración del trabajo y por el trabajo:
“Ven Espíritu Santo, envía tu luz desde el cielo. Ven Padre amoroso del pobre; Padre de los trabajadores y de las trabajadoras. Don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo. Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos. Entra hasta el fondo del alma, divina luz y enriquécenos. Lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero. Reparte tus Siete Dones según la fe de tus siervos. Por tu bondad y tu gracia dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno. Amén”.
¡Gracias!
Y ahora, pido al Señor que os bendiga a todos vosotros, bendiga a todos los trabajadores, los empresarios, los desempleados. Cada uno de nosotros piense en los empresarios que hacen de todo para dar trabajo; piense en los desempleados, piense en los trabajadores y trabajadoras. Y descienda esta bendición sobre todos nosotros y sobre ellos.
[Bendición]
¡Muchas gracias!
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