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Lo verdaderamente interesante

16 diciembre 2016 | Por

Lo verdaderamente interesante

«El hombre de Cristo no puede, por naturaleza, ser neutral. Todo lo que sucede a su alrededor, de un modo o de otro, está dentro del plan de Dios, que ha dicho: “El que no está conmigo está contra mí”»[1] .

Pino Trejo | Todas y todas hemos sentido alguna vez indignación ante atropellos que se nos han infringidos, todos y todas también hemos sentido la necesidad de hacer algo para manifestar nuestro parecer sobre esas injusticias.

En algunos casos, estos sentimientos nos han llevado a redactar un escrito, a denunciarlos ante las instituciones pertinentes, a acudir a una manifestación, a organizarnos con otros que han sufrido los mismos abusos para reivindicar justicia…, el sentirnos heridos y heridas en nuestra dignidad ha provocado que reaccionemos de alguna forma, aunque a veces no encontremos la acción adecuada que mitigue nuestra impotencia ante el dolor causado injustamente.

En otros momentos, hemos preferido callar, bien fuera por prudencia, miedo, desconocimiento o por no saber cómo dar una respuesta apropiada ante esta situación.

En la historia de la humanidad siempre ha habido personas que han reaccionado cuando la dignidad de la persona es negada, atacada o ignorada. Personas que junto a otras conformaron movimientos de liberación, que lucharon contra la opresión; movimientos que presentaron otra forma de construir la sociedad de manera más justa y humana; grupos de personas que se unieron para transformar la realidad existente, a pesar de que eso supusiera el rechazo o la marginalidad por ir en contra del orden existente.

La lucha por la justicia no es tarea fácil, como pago, recibiremos incomprensiones, se nos acusará de desestabilizar el sistema, de estar enfrentados a lo establecido, de perturbar la calma social, de ser «anti».

Eso es lo que ocurre cuando se va contracorriente, cuando uno brega en dirección contraria a la que socialmente se considera la correcta. Cuando nos resistimos a aceptar como normal lo que va en contra de nuestra propia humanidad.

Si, a pesar de los sinsabores, nos mantenemos en nuestra opción por combatir las injusticias, nos encontraremos con el muro de la indiferencia. Lo normal en nuestra sociedad es no complicarnos la vida, aceptar la situación ya que «esto es lo que hay» y además «no hay nada que hacer».

La cultura actual nos ha ido debilitando, nos ha hecho creer que no necesitamos a nadie para alcanzar nuestras metas, que mi propio criterio es el válido, que las decisiones las tomo yo, por mi cuenta sin considerar a nadie más, que es lícito buscar mi bienestar personal sin preocuparme de las consecuencias para los demás.

En este ambiente se diluye el verdadero sentido de la justicia. Los problemas sociales quedan reducidos a casos que sufren algunas personas, pero sin relación alguna a cómo está estructurada la sociedad, no se les concibe como problemas de injusticia, no se ven como problemas políticos.

Cuando oímos el clamor de las personas empobrecidas debemos buscar las causas que provocan ese sufrimiento, encontrar las estructuras de pecado que generan desigualdad y pobreza. Pero exigir justicia para ellos no se limita a la aplicación de unas leyes justas, sino también a que nosotras y nosotros seamos justos.

Ser justo implica que por amor nos hemos comprometido en la transformación de este mundo para que se acerque cada día más al Reino, que por amor descubrimos a Cristo en el otro. La lucha por la justicia adquiere mayor significado cuando la personalizamos en los tratados injustamente, cuando ponemos rostros a los que padecen la injusta distribución de los bienes, la insolidaridad, el rechazo por su raza, color, sexo, el paro, el desahucio, los malos tratos…

Los descartados nos «con-mueven», nos llevan a la acción, a prestar nuestra voz para que se escuchen sus reivindicaciones, pero nuestro servicio tendrá sentido si verdaderamente nos hemos hecho sus amigos, amigas, si nuestra relación se centra en ellas y ellos mismos, y no exclusivamente en adherirnos a su causa.

Por supuesto que las luchas están motivadas por problemas concretos y las soluciones a los mismos deben situarse en la misma concreción, pero la justicia a la que nosotros y nosotras aspiramos va más allá de la administración de las leyes, aceptar únicamente esto supondría quedarnos en lo formal, reduciendo nuestro compromiso a lo políticamente correcto, corriendo el peligro de instrumentalizar la lucha por la justicia, preocupados más por los frutos que por los procesos que hemos emprendido con las personas, centrados más en lo que conseguiremos, que en la acogida, el abajamiento y el compartir lo que ha supuesto el camino, junto a otros, de esa lucha.

Construir el Reino de Dios y su justicia, la senda hacia la utopía supone generar comunión creando lazos, relaciones con las personas y entre las personas, estableciendo redes que nos agrupen en la diversidad, pero con una misma motivación: el amor hacia las víctimas de las injusticias cometidas en nombre del progreso, el crecimiento o la economía del libre mercado.

Para desarrollar nuestra humanidad primero tenemos que darnos a nosotros y nosotras mismas, descubrir que lo que nos da la verdadera felicidad es la gratuidad. Entregarnos por amor a la causa de a quienes se quiere invisibilizar, empobrecer y olvidar.

Nuestra tarea, por insignificante que nos pueda parecer, es ese granito de arena, que junto a otros, origina una duna. Nada resulta inútil si lo hacemos por amor.

Rovirosa lo dijo con claridad: «Todo lo que se basa en el tiempo y pasa con el tiempo tiene poco interés. Lo único interesante es la eternidad. Pero el error de muchos es creer que la eternidad es “otra cosa”, cuando la estupenda verdad es que eternidad ya es “esto”; que estamos viviendo y construyendo en plena eternidad.

Lo único interesante, verdaderamente interesante, que ofrece el máximo interés es trabajar y sacrificarse por el Reino de Dios y su Justicia. Todo lo demás no ofrece más interés que el de una añadidura.

Pero esto, ¿cuántos lo creen… de verdad?».[2]

 

[1] Rovirosa, Guillermo. Obras Completas. Tomo V, p. 473.
[2] Ibídem, p.506

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