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La Comunidad Sekhiná de Madrid: Viviendo en común

04 julio 2012 | Por

La Comunidad Sekhiná de Madrid: Viviendo en común

Hubo un tiempo en que fantasear con crear una comunidad al estilo de los primeros cristianos no era tan raro. Hace ya casi 30 años un grupo de jóvenes de la madrileña parroquia de Guadalupe decidió intentarlo. Hoy son una veintena las personas empeñadas en compartir Fe, Vida y Compromiso.

En siete pisos de un bloque de viviendas de Hortaleza viven gran parte de los miembros de esta comunidad que tiene a otros integrantes repartidos por Madrid, Segovia y hasta Paraguay. No han perdido el vínculo con la Iglesia de los Misioneros del Espíritu Santo, aunque hace unos años se «plantaron» para que dejaran de llamarles los jóvenes de Guadalupe.

En las tres décadas de camino en busca de su genuino «estilo de vida» (no confundir con una vida con estilo) se acumulan un sin fin de experiencias, de aciertos y errores, de lágrimas y risas, de abandonos e incorporaciones… Dice Esther Colmenarejo, una de las personas que desde los orígenes ha participado en la comunidad, que «la radicalidad de nuestra utopía y el ideal tan alto que teníamos y compartíamos en nuestra juventud es lo que nos ha permitido permanecer en el proceso, a pesar de los retrocesos, de las paradas y de los desvíos».

«Hemos ido aprendido a ser respetuosos con el momento de cada uno y a no pretender que todos estemos en el mismo lugar al mismo tiempo. También a decirnos las cosas sin herirnos y a callarnos sin que el silencio se nos atragantara», comenta Concha Badía, otra de las hermanas originarias. De hecho, el traslado al barrio de Hortaleza pudo costar un «cisma» en la comunidad. Unos apostaban por vincularse a la parroquia de su nuevo barrio, aprovechando además los compromisos que desarrollaban con varias iniciativas sociales y otros no querían romper los lazos con Guadalupe. Pero la voluntad de seguir unidos y el ejercicio sincero de la reconciliación, además del cambio de aires en la iglesia de Hortaleza donde dejaron de ser bien recibidos –que todo hay que decirlo–, facilitó que las aguas volvieran a su cauce y que no pudiera decir nadie que unos eran de «Pablo y otros de Pedro».

Se reconocen «profesionales liberales», algunos incluso «de familias bien», con inquietudes intelectuales, que hoy están bien colocados, pero sobre todo gente que se ha ido conformando poco a poco, enredados con el seguimiento de Jesús, en compañía con sus hermanos de comunidad y apostando por el compromiso con los más pobres. La mayoría son matrimonios, aunque también hay una mujer soltera, otra divorciada y tres parejas mixtas (solo un miembro de la pareja participa en la comunidad). Esther Colmenarejo subraya la ventaja de haberse «conocido en el momento en que nos estábamos haciendo como personas y nos ha pasado como a los matrimonios que van aprendiendo a convivir y a quererse con el tiempo». Concha Badía recalca que «hemos pasado momentos duros que te unen para siempre», pero lo importante ha sido que «hemos recorrido un camino, no desde nuestra propia fuerza, sino desde dejarnos hacer por Él; procuramos avanzar en la confianza y el abandono siguiendo la lectura de los lirios del campo. No es un proceso tanto intelectual como vivencial y humanizador».

Sus vivencias de la comunidad les hace decir que se trata de «un don que no merecemos», de un «medio privilegiado para seguir a Jesús» que cada uno ha de descubrir personalmente. Nunca han querido formar una «burbuja», ni conformarse con «rezar para ganarse el favor de Dios». La adquisición de los pisos literalmente enfrente de la UVA de Hortaleza –uno de los primeros esfuerzos de realojo para personas sin acceso a una vivienda digna que acabó convertido en un verdadero gueto– no fue del todo una casualidad. Algunos miembros de la comunidad habían desarrollado buena parte de su compromiso social en la UVA, a través de las asociaciones Fray Escoba y La Torre. Su acción social ha llegado a impulsar la asociación de apoyo escolar «Elabora» –que también da nombre a una fundación–.

Las soluciones comunitarias para integrar la dimensión espiritual, la formativa y la acción social han ido cambiado con los años, aunque siempre con la constante de encontrar el equilibrio necesario de todo grupo cristiano. Acercar los hogares fue un paso importante que les ayudó a solucionar muchas rutinas cotidianas y a estrechar aún más los lazos. La comunión de bienes siempre ha estado rondando en sus cabezas. El «lo tenían todo en común» que se lee en los Hechos de los Apóstoles les llevó de muy jóvenes a «querer compartir la paga que nos daban nuestros padres», comenta Concha.

Un Fondo Común

Pronto pusieron en marcha un fondo comunitario al que cada uno aportaba entre el 3 y el 13% de sus ingresos, que entre otras cosas servía tanto para pagar a los canguros que se ocupaban de los hijos, a medida que fueron llegando, durante las reuniones, como para hacer alguna donación a la parroquia u algún proyecto. De un modo u otro, el uso del dinero se iba también colando en los encuentros y alguna vez llegaron «a entrar en el detalle de los gastos del otro hasta incluso hacernos daño», en palabras de Concha, quien explica que «evidentemente todos coincidíamos en querer cierta austeridad, cierta sobriedad, pero lo que uno veíamos necesario no lo era para otros».

En 2001, después de un curso dedicado a reflexionar sobre la «Justicia Social», la idea de crear una forma de compartir lo material fue tomando cuerpo. Gracias a las orientaciones de Luis Arancibia, economista de «Entreculturas» y miembro también de la comunidad, se esbozaron los principios básicos de funcionamiento. Desde luego, la participación era voluntaria y de hecho a día de hoy, están implicados en el «Fondo Solidario» (FONDOSOL) nueve de los 24 hermanos. A su vez, sigue habiendo una bolsa común para financiar iniciativas sociales.

Tras muchas vueltas a la cabeza –menos, sin embargo, que cuando eran jóvenes y les iba la vida en cada discusión–, decidieron que compartirían los salarios íntegros y no los ahorros u otras rentas puntuales que pudieran darse y establecieron un cantidad que cada uno recibiría, en proporción al número de hijos, para gestionarlo según su criterio y su conciencia. Desde su creación, se han producido algunas bajas de personas que han abandonado la comunidad o solo el fondo. «Alguno ha expresado que necesitaba cierta intimidad también para los asuntos económicos. Con el tiempo, hemos aprendido a ser respetuosos con los procesos personales, a esperar con paciencia y a curar nuestras heridas», dice Concha.

Tal y como explica Concha Badía, que sí participa en FONDOSOL, la idea era «poder vivir con dignidad sin llegar a la austeridad extrema» y admite que les da «para llevar un nivel de vida, que sin ser alto, está muy bien y no nos aleja de la realidad en la que nos movemos». La mitad de los excedentes se destina al interior de la comunidad para poder afrontar los gastos extras que se le pueden presentar a cada familia y la otra mitad hacia fuera, ya sea a iniciativas locales como internacionales e incluso como proyecto de «microcréditos». Confiesa Concha que ahora «se siente más libre, menos dependiente y más consciente de que el dinero que gano no es solo mío; ver lo que hacen otros con él me ayuda mucho. Es una solidaridad muy grande la que nos une y tiene muchas ventajas. En parte, gracias a esta manera de gestionar el dinero, ha habido varios hermanos que han podido pedirse excedencias o reducciones de jornada o han podido decidir que querían cambiar el empleo en una empresa al uso para dedicarse a una ONG. Es una respuesta de las muchas posibles a la inquietud sincera y compartida de poner los bienes en común, de no dejar que ningún hermano pase necesidad y de reconocer que Dios nos habla de modo privilegiado a través de los pobres.

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