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Caminemos en esperanza

01 noviembre 2020 | Por

Caminemos en esperanza

David García Martín, consiliario de Palencia, el 31 de marzo. Mariana, madre de Juani Sosa, militante de Canarias, el 31 de marzo. Jesús Sedano, consiliario de la Rioja, el 1 de abril. Custodia García, la madre de Pepe Pinteño, militante de Alicante, el 6 de abril, y su padre, José Ramón, el 31 de agosto. Guillerma, militante de Coria-Cáceres, el 8 de abril, igual que Benita, la hermana de Ramiro Vega, militante de Barcelona. La madre de Cami, militante de Astorga, el 24 de abril.

Juan Luis Gallego Hurtado, antiguo militante de Sevilla, el 30 de abril. Ángel Alcázar, antiguo militante de Barcelona, el 8 de mayo. Carmen Arias, militante de Córdoba, el 29 de mayo. Leonor, madre de Bartolomé Mateos, militante de Jaén, el 29 de junio. María del Carmen, hermana de Goyo, militante de Soria el 30 de junio. Goyo ha vivido también en este tiempo la muerte de su cuñada y su nuera.

Luciano Calatrava, consiliario de Almería, el 30 de junio. Pepe Soler, sacerdote de Jaén vinculado a la HOAC, el 30 de julio.

Pedro Casaldáliga, obispo, el 8 de agosto.

Tito, militante de Plasencia, el 8 de octubre.

Antonio Algora, obispo, padre, amigo, hermano y compañero, el 15 de octubre, víctima de la COVID.

Todos ellos nos han regresado a la casa del Padre en este tiempo en que la vida se vende cara, y en el que la ternura solo se puede ofrecer y acoger en la distancia. Muchos de ellos no han podido ser acompañados en sus últimos momentos, ni hemos podido sentir el consuelo necesario ante su pérdida hasta que ha pasado bastante tiempo. No llenaremos –no se puede– el hueco que dejan en nuestra vida, pero aprenderemos a vivir con él.

Todos ellos nos han dejado, cada quien a su manera, algo precioso e irrepetible sin lo que nuestra vida hubiera sido bien distinta. Somos, también, lo que hemos vivido y compartido con ellos y ellas.

De cada uno podríamos hacer una semblanza que desgranara su aprecio por la vida mostrando cómo han entregado la suya, y no acabaríamos.

Estos no son tiempos fáciles –¿cuáles lo son?– pero por eso mismo son los tiempos de la esperanza, son los tiempos de mantener encendida esa débil llama que, como una pequeña candela continúa encendida ofreciendo algo de luz en medio de tanta oscuridad. Cuando se vislumbra la tentación de desesperar es cuando más propiamente podemos hablar de esperanza. Donde ninguno de nuestros argumentos ofrece respuestas, solo podemos abrir camino a la experiencia de la misericordia entrañable de nuestro Dios, que hizo carne de nuestra carne la esperanza en la vida de Jesús de Nazaret, empujada sin remisión a la resurrección.

La vida de estos hermanos y hermanas nuestras ha estado plagada de esa esperanza encarnada en lo cotidiano del encuentro y de la lucha, del amor y del abrazo, de la compasión y la justicia, de la fraternidad y la fiesta. La vida de estos hermanos y hermanas nuestras son para nosotros caminos abiertos de esperanza que siguen gritando con fuerza la victoria del amor entrañado de nuestro Dios, y la fuerza del Resucitado que sigue actuando en medio de la historia y de la Historia.

La vida de estos hermanos y hermanas nuestras nos sigue mostrando que vale la pena –y la alegría– entregar la vida por amor para que otros puedan vivir, como ellos entregaron la suya para la nuestra.

Y, por eso, nuestro dolor se transforma en esperanza que encamina de nuevo nuestra vida al encuentro y al abrazo con quienes ellos abrazaron, con quienes Dios abraza cada día.

Recordar, como hacemos este mes, a nuestros difuntos, es volver a pasar por el corazón la vida compartida con ellos, y agradecer cuanto de ellos recibimos, y orar por ellos en la esperanza de la resurrección y recibir todo lo bueno que sembraron como la mejor herencia que pueden dejarnos: la tarea de seguir siendo, tras los pasos del Resucitado, cuidadores de la esperanza, y sembradores de vida.

La palabra de Dios que proclamamos en la Eucaristía de cada domingo este mes nos sitúa en esa clave de esperanza, para reconocer la bienaventuranza en la vida de nuestros hermanos y hermanas difuntos, para invitarnos a descubrir la necesidad de la esperanza en nuestro mundo, y animarnos a suscitarla. Para no olvidarnos de transitar caminos de fraternidad y de justicia, caminos de amor al prójimo, que nos ponen junto a Dios.

La mejor manera de recordarlos y de sentir que viven con nosotros es acoger esa esperanza que nos enseñaron, y seguir encarnándola en la vida cotidiana. La mejor manera de acoger la herencia que nos dejan es hacer nuestro todo aquello que movió sus vidas, y en el encuentro con el Resucitado volver a encarnar la esperanza que nuestro mundo necesita.

Y en ese camino de esperanza, el dolor primero de su recuerdo, se irá transformando en una sonrisa de amor y gratitud.

El papa Francisco lo recuerda en la reciente encíclica Fratelli tutti, en el número 55, cuando dice: Invito a la esperanza, que «nos habla de una realidad que está enraizada en lo profundo del ser humano, independientemente de las circunstancias concretas y los condicionamientos históricos en que vive. Nos habla de una sed, de una aspiración, de un anhelo de plenitud, de vida lograda, de un querer tocar lo grande, lo que llena el corazón y eleva el espíritu hacia cosas grandes, como la verdad, la bondad y la belleza, la justicia y el amor. […] La esperanza es audaz, sabe mirar más allá de la comodidad personal, de las pequeñas seguridades y compensaciones que estrechan el horizonte, para abrirse a grandes ideales que hacen la vida más bella y digna». Caminemos en esperanza.

 

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