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El principio de bondad

10 diciembre 2017 | Por

El principio de bondad

Pino Trejo | Cuando se habla de los derechos humanos mucha gente muestra cierto escepticismo, mediante frases como «el papel aguanta lo que le echen», «del dicho al hecho a un gran trecho» y otras tantas palabras que lo que verdaderamente reflejan es que en el día a día, una gran parte de la población sufre su incumplimiento.

Ante tal hecho, resulta difícil que, quienes se expresan de esa forma, acepten los argumentos de lo fundamentales que son la convivencia humana, que son el camino para que la dignidad de la persona sea reconocida y promovida universalmente, que su Declaración Universal representa el mayor consenso social al que la humanidad ha llegado… y más razones que caen en saco roto por falta de receptividad de quienes las escuchan.

Entonces, ¿qué hacer?, ¿cómo ayudar a tomar conciencia de la importancia de estos derechos, inherentes a toda persona y a todas las personas?

Quizás tendríamos que volver al origen y recordar que la Declaración es el resultado de la experiencia de la Segunda Guerra Mundial y del compromiso de la comunidad internacional a no permitir nunca más las atrocidades que se cometieron en ese conflicto, apostando siempre por defender la dignidad y la justicia para todos los seres humanos, garantizándolos para todas las personas en cualquier lugar y en todo momento, poniendo por encima el valor supremo de la persona humana.

Solo por estas motivaciones tendríamos que mantener el máximo respeto por el legado que nos ha dejado la Modernidad, pues supone un referente universal al que todos miramos, ya sea para regocijarnos por ser sujetos de derechos como para reclamarlos cuando se incumplen.

Aunque la realidad se presente más terca de lo que nos gustaría, no podemos renunciar a estos derechos bajo ningún concepto, debemos reclamar respeto y no permitir que nadie pueda privar a otro de la posibilidad de gozar de ellos.

De los 30 artículos que componen la Declaración Universal, apremia, por los momentos que estamos viviendo, reivindicar el 23: el derecho al trabajo.

«Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo». De él deducimos, no solo el derecho, sino las condiciones en las que se tiene que desarrollar el trabajo: en libertad, igualdad, satisfacción y protección cuando nos quedemos sin empleo.

Aceptar como normal y natural una situación contraria a la que se plantea aquí, implica dejarnos llevar por lo apabullante de la situación y apagar nuestras voces ante la desidia colectiva.

El trabajo nos da dignidad, nos posibilita el ser, el crear y cuando no nos dejan ejercerlo hay que protegerlo ante el riesgo de la pobreza y exclusión social.

«Toda persona tiene derecho, sin discriminación alguna, a igual salario por trabajo igual». Hombre o mujer, con contrato temporal o indefinido, jornada parcial o completa, con 30 años de antigüedad en la empresa o con 3 meses… no pueden considerarse elementos que justifiquen el pago injusto por nuestro esfuerzo.

Si se aplicara el principio de igualdad, en vez del de máxima rentabilidad al menor coste laboral posible, las brechas salariales desaparecerían y se estaría haciendo justicia.

Más aún, si se aplicara el principio de bondad y remuneráramos acorde a las necesidades de la persona y no en base a su productividad, estaríamos siendo justos como lo fue el dueño de la viña con todos sus trabajadores, aunque algunos no lo entendieran y se ofendieran por su humanidad (Mt 20, 1-16).

Esto, unido a lo que se recoge en el tercer apartado del artículo 23: «Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria, que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros medios de protección social»; deja bien claro que el salario, no solo debe cubrir las necesidades personales, sino también las familiares. Cuando se contrata a una persona, se olvida con mucha facilidad que vive en comunidad, que tiene una familia; que no es un individuo aislado, sino que está vinculado a otras personas con las que tiene una responsabilidad y que necesitan cuidados.

Por lo tanto, la medida para reconocer si una remuneración se ajusta o no a lo de «equitativa y satisfactoria» es si la persona y su familia viven en condiciones dignas. Si no sucediera así, el Estado tendría que completar la diferencia entre el sueldo y la realidad, porque por encima de cualquier otra cosa debe proteger al grupo humano que es su base social.

Cuando se vulnera este derecho, la sociedad se tambalea. El empobrecimiento y la injusticia se adueñan de la situación y comienzan a aparecer grietas en la convivencia.

«Toda persona tiene derecho a fundar sindicatos y a sindicarse para la defensa de sus intereses». El mundo obrero, más que nadie, conoce la fuerza de la lucha colectiva. Sin la solidaridad entre las y los trabajadores y la defensa conjunta de sus derechos, muchos de los que se incluyen dentro del adjetivo «humanos», no hubieran existido.

El movimiento obrero exigió algo más que trabajo digno, reclamó vida digna. Y se organizó para obtenerla: los sindicatos. La unión de las y los obreros, sus reivindicaciones, su perseverancia a pesar de las muchas dificultades que encontraron, sigue representando un ejemplo para el proletariado moderno, pese a algunos.

Porque, mientras en el llamado mundo desarrollado, consideramos que no tiene sentido su existencia, que es cosa del siglo pasado; en la otra parte del hemisferio ejercer este derecho conlleva cárcel, tortura incluso que te asesinen.

Independientemente de donde vivamos, los sindicatos suponen una molestia para el sistema, por eso en el Norte se denuesta su importancia y labor; y en el Sur, se les persigue. Ambas situaciones ponen de manifiesto el miedo que los poderes económicos y políticos tienen ante la única estructura organizada que defiende los derechos de los trabajadores. Miedo a la fuerza de la unión.

Pero todo derecho conlleva un deber, ¿cuál vamos a asumir?

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