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Sobre el Sínodo de la familia

20 diciembre 2014 | Por

Sobre el Sínodo de la familia

Jesús Espeja | Sensible a los aires modernos de subjetividad, ya el Vaticano II dio al matrimonio una orientación personalista. No se reduce a un contrato canónicamente indisoluble. Sobre todo es alianza entre personas para perfeccionarse mutuamente en fidelidad que se renueva cada día. Las personas y su perfeccionamiento son sujeto responsable y fin de todas las normativas que vengan de fuera. Según la intención del papa Francisco, en esta orientación del concilio debe dar un paso más el Sínodo contemplando los casos de tantos divorciados que han encontrado nueva pareja para satisfacer el derecho a ser felices, así como el tema de los homosexuales. Pero de nuevo ha surgido la tensión entre dar prioridad a la subjetividad de las personas que actúan en conciencia, o dar prioridad a una doctrina canónica formulada en el pasado. Fácilmente se olvida que la indisolubilidad canónica no garantiza la fidelidad que solo puede ser fruto del amor vivido responsablemente por las personas.

La subida del individuo y la subjetividad, así como el valor de la propia conciencia no solo es un reclamo creciente del mundo moderno. Es un reclamo discernido en el Vaticano II como signo de nuestro tiempo donde nos habla el Espíritu. Por eso la legislación canónica que hoy tenemos en cuestiones matrimoniales no puede seguir inmutable ante estos reclamos; de lo contrario será inevitable el distanciamiento entre la normativa dada por la Iglesia y la conducta práctica no solo de los divorciados que se vuelven a casar sino también de los otros matrimonios.

Da la impresión de que hoy los problemas del matrimonio no se solucionan sin más con nuevas legislaciones aunque se inspiren en la misericordia, la comprensión y la tolerancia. La subjetividad está hoy a flor de piel, y si no pasa por ella, lo impuesto desde fuera no se acepta. Según el evangelio, «lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre»; pero Dios no une con el Derecho Canónico bajo el brazo, sino por amor infundido en las personas, una de cuyas concreciones tiene lugar en el matrimonio. Y la intención del amor es la gratuidad, el don, la entrega incondicional para siempre. La cultura actual que valora las personas por su rentabilidad económica, nos instala en la superficialidad, y no deja espacio a la lógica de la gratuidad en el amor que se mantiene y crece cada día en fidelidad. Si las parejas no viven, cultivan y van madurando en la intención profunda del amor, las legislaciones, que sin duda son necesarias, sirven para muy poco. También aquí vale lo que recuerda el Vaticano II: hombre y mujer «han sido puestos en manos de su propia decisión». Como se dijo en el Sínodo, la misión la Iglesia es «acompañar con misericordia y paciencia» a las parejas en el proceso de maduración.

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