Araceli Caballero | Cada año más madrugadores, los mercaderes afilan sus armas para convencernos de que Navidad es la fiesta del consumo. Me repito, pero es que no salgo de mi asombro. ¿Cómo podemos conmemorar el nacimiento de un sintecho con esta obscena explosión de consumismo? Y no será porque eso de andar sin techo sea algo que nos pilla lejos… Regalar y recibir regalos está bien, es ocasión de mostrar afecto, aprecio, gratitud y sentimientos similarmente benéficos. Lo malo –bien lo sabemos– es cuando no son expresión de sentimientos, sino cumplimiento de compromiso: ahora toca regalar.
Navidad es buena ocasión para tan loable costumbre, especialmente porque solemos encontrarnos con personas cercanas en lo afectivo, pero lejanas en lo que a geografías se refiere. Y cuando una persona querida, que tal vez no vemos con frecuencia, acierta con un obsequio significativo para ambas, que demuestra complicidad, que viene a decirnos: «me acuerdo de lo que te gusta», lo de menos es el precio. Lo de más es el cariño que vehicula.
[También es una buena ocasión para no regalar, y hacerlo cuando no obliga el calendario, ¡faltaría más! Cada cual que decida, lo más libremente que pueda].
Empecemos por qué no regalar: objetos producidos con el dolor o la explotación de otros, que inciten a la violencia, que contribuyan a fijar los roles sexistas (esto vale no solo para receptores infantiles). A veces es difícil contar con la información adecuada –ya se encargan de escamotearla las multinacionales de la elegancia social–, pero hay alternativas. Por ejemplo, preferir lo que hace el artesano de la vuelta de la esquina, o comprar en tiendas de comercio justo, ojo, siempre que sea para conocer, aunque sea un poco, otras gentes y tratarlas con respeto, y no para sentir lo «buena» que soy (y lo bien que se me da «farisear»). ¿Por qué no productos de la tierra? También es interesante conocer lo cercano. Productos de agricultura o ganadería ecológica, de pequeños productores, de cooperativas. O una suscripción a una revista interesante…
Por supuesto, pensar en quien recibe. Porque los Reyes Magos, que probablemente están en el origen de todo esto, estuvieron «sembrados». A alguien que nace en un establo, en medio de ninguna parte, en noche fría de invierno le debió hacer una ilusión enorme abrir los cofrecillos y encontrar oro, incienso y mirra; tal vez habría preferido una manta. Se lo perdonamos por lo del simbolismo, pero no hay por qué imitarlos.
A mí me encanta que me regalen juguetes. Tal vez porque los estereotipos son como escayola que fija, se supone que, a una cierta edad, deja de gustarnos la cosa lúdica. Y no es verdad, aunque haya a quien le dé vergüenza reconocerlo. Un juego, entonces, es doble regalos: el juego y la oportunidad de saltarse los roles, que es muy divertido. Juegos cooperativos, juegos de mesa, para buenas tardes de mesa camilla.
Y no olvidemos el fabricado con las propias manos, personalizado para quien lo recibe. A lo mejor es el único digno de tal nombre, porque es una forma de regalarnos.