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Diez días viviendo entre los sin techo

08 abril 2014 | Por

Diez días viviendo  entre los sin techo

Gonzalo Peña cerró la puerta de su casa y salió a la calle, dispuesto a convertirla en su hogar durante 10 días. No le contó su propósito ni a familiares, ni compañeros de los movimientos sociales y políticos en los que participaba.

«Si lo contaba a mi familia, me iban a encerrar en la habitación y si se lo contaba a mi compañera, no me iba a dejar hacerlo solo», aclara este veinteañero de Logroño. Llevaba meses dándole vueltas a la idea de pasar unas Navidades distintas, al lado de aquellos a los que el consumismo de la fiesta convierte en invisibles. Es una época que no le gusta. Le recuerda a los familiares que ya no están y ve en ella «el colmo de la hipocresía, una gran mentira».

Con una mochila, en la que metió un saco de dormir, una esterilla, cinco camisetas, ropa interior, un par de pantalones, dos sudaderas y lo necesario para el aseo, además de la cámara de fotos para documentar su viaje, música para levantar el ánimo cuando hiciese falta y dos euros para cada día, se propuso llegar a Galicia. Quería viajar y vivir como un sin techo más. A pesar de las dudas y el miedo, quería hacerlo, para «darle voz a los que no tienen voz, destapar las mentiras de los que nos gobiernan e intentar despertar a esa parte de la ciudadanía, que solo se mueve cuando los problemas les afectan directamente», comenta.

Su primera parada fue Bilbao, donde, según ha relatado en la web «rioja2.com», conoció a una persona de nacionalidad portuguesa: «Me contó que vivía en una casa con su hijo; la pareja de éste y sus nietos y se había visto abocado a pedir porque sus hijos estaban en paro y no podían pagar la casa». En la ciudad vasca pasó varios días, durmiendo en un cajero, donde, relata, «experimentas el miedo, el frío, el no poder dormir, el pensar que puede pasar algo y nadie se va a enterar… La primera noche fue sin duda el momento más duro».

Día a día fue aprendiendo a desenvolverse, a pedir para pagarse los billetes en el autobús que le llevaban de una ciudad a otra. El conductor de un autobús no se avino a permitirle subir, si le sobraba alguna plaza. Acudió a la mendicidad, «una mujer me daba más de lo que necesitaba para el billete y le dije que no», aseguró, porque, «me parecía obsceno con la necesidad que veía en la calle».

También echó mano de los servicios sociales para transeúntes, aprendió a saber de quién podía fiarse y de quién no; a quién contarle su verdadera historia y a quién debía mentir si quería entrar en un centro de acogida. En Oviedo, estuvo en uno. Justo en Nochebuena y Navidad. «Fue lo mejor del viaje», aseguró. «Fue compartir con la gente que no tiene casi nada y mantener muchas conversaciones que te llevan a poner los pies en el suelo… Encontré la sensación que hay que vivir en Navidad, no solo comer y beber en torno a una mesa, sino compartir, relacionarse de una forma íntima con personas que no conoces de nada», declaró en la entrevista.

Para la comida, reservaba los dos euros diarios, aunque en ocasiones también recurrió a los comedores sociales. Llegó a colgarse un cartón donde especificaba que solo quería comida. «La gente pasaba, me miraba, se queda impresionada, veían lo joven que era y se quedaban más impresionados aún. Y seguían adelante… Después de más de dos horas se acercaron un par de chicas de unos 16 años a traerme comida», explicó. Entre las experiencias más duras guarda «los despertares», «sobre todo cuando duermes en el suelo, sientes dolor en las costillas, como la marca de lo que está pasando». La huella psicológica también duele: «emocionalmente sientes una especie de bipolaridad sabiendo que es la situación que viven a diario millones de personas, mientras otros se ven rodeados de billetes: es la tristeza más profunda».

De regreso a su vida diaria y su activismo político se sentía raro. «Quedas tocado, estaba ausente entre mi gente…, en diez días sentí que había crecido 10 años de golpe», admite este joven en la conversación con esta revista. «Ahora, dice, sé lo que hay, conozco la gran injusticia de este sistema que permite que haya gente que no cubre sus necesidades… Y tengo más fuerza para luchar a pesar de la oscuridad que he visto».

Su paso por la calle y los servicios sociales, donde «las muchas deficiencias se acaban disimulando con la sonrisa de algunos profesionales», le han reafirmado en la necesidad de «empoderar a la gente que menos tiene y organizarse colectivamente para encontrar respuestas». Tiene claro que hay que «pasar de la indignación que no se traduce en mucho a la organización de esa ciudadanía que siente gran desafección por la política y que se conforma con lamerse las heridas o quejarse desde el bar, el sofá».

Su trayectoria en los movimientos sociales y políticos le ha convencido de que se repiten las mismas acciones, una y otra vez, «sin conseguir un gran cambio, en parte porque la sociedad es de cambios lentos». Echa en falta más ilusión, más pasión en quienes dicen luchar por la transformación a gran escala: «se puede, lo hemos visto, en Gamonal, con los barrenderos de Madrid…, hace falta trabajo y constancia, pero también empezar con pequeños cambios que incidan en esa realidad de la gente que sufre tanto».

Aún le queda tiempo y esfuerzo hasta lograr la digestión completa de los 10 días que vivió en la calle. Guarda infinidad de emociones y sensaciones, de caras y conversaciones, también de apuntes, con los que algún día le gustaría escribir un libro que quiere que sea accesible económicamente a todo el mundo, «no podría hacer negocio de lo que he vivido, así que será digital o a un coste mínimo que cubra los gastos de papel». No cabe duda de que será una obra llena de verdades como puños que merecerá la pena leer.

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