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El precio debido de la pacificación

04 diciembre 2013 | Por

El precio debido de la pacificación

Isaac Núñez | No debiera de extrañar que situaciones de grave conflicto conlleven también graves riesgos para quienes optan por contribuir a la resolución positiva de las mismas. Tanto desde la vertiente puramente humana –situaciones graves requieren graves esfuerzos– como desde la creyente cristiana –no se supera el mal sin cargar de algún modo con la fuerza y las consecuencias del mismo–.

Esta fue la situación que vivimos el día 6 de octubre el grupo de Derechos Humanos de La Paz (Bolivia) –la presidenta, Teresa Subieta, y Julio Miranda–, junto conmigo y el conductor del vehículo, David. Según lo acordado la semana anterior en una reunión en La Paz con representantes de las dos comunidades de los municipios de Tacacoma (provincia de Larecaja) y Aucapata (provincia de Muñecas), enfrentadas por la delimitación territorial, íbamos a la localidad de Pallallunga. Buscábamos la pacificación de ambas comunidades, a las que habíamos pedido renunciar a toda movilización y retención de personas.

Aquel día madrugamos para viajar por segunda vez como mediadores. En un momento, hicimos oración al Señor, en la que le ofrecíamos el objetivo de nuestro viaje y la petición de que fuese Él quien hablase y actuase a través de nosotros. Delante de nosotros avanzaban dos vehículos de la Gobernación Departamental, en uno de los cuales viajaba el secretario de la misma, Hilarión Calisaya, con otros funcionarios, algunos policías… Después del almuerzo, continuamos ruta hacia Pallallunga, donde tendría lugar la reunión, siguiendo una carretera en muy mal estado. El vehículo del secretario del gobernador se detuvo por dos veces. Recibía información de que en dicha comunidad se había concentrado una gran multitud, contraviniendo lo acordado, y que algunos vehículos nos esperaban para detenernos y retenernos. De hecho, unos jóvenes, con sus motos, venían hacia nosotros y volvían de nuevo atrás; y divisamos un coche parado que, intentó acercarse a nosotros, cuando dimos la vuelta. Pero no se trataba de tirar la toalla. Iríamos al encuentro convenido por otra ruta, por la provincia de Muñecas.

La noche se fue echando encima y enseguida nos topamos con una niebla cada vez más densa, que llegaba a impedir casi la visibilidad. Julio bajó del vehículo para orientar al conductor. Nos detuvimos en una pequeña comunidad a esperar. Un hombre apostado con su moto se ofreció a guiarnos. Pero, ¡desgracia!, nos guiaba por la derecha de la carretera y no por el centro. Nuestra furgoneta se salió de la carretera y se abalanzó, dando unas cinco vueltas, por una pendiente escarpada de unos 50 metros. ¡Qué angustia, aprisionados dentro de la furgoneta con la muerte a la vista, gritando al Señor! Yo ya había venido orando anteriormente, poniendo mi confianza en el Señor, poniendo la vida en sus manos. La furgoneta, de repente, se detuvo, parada, de pie. ¡Silencio! «¿Estáis bien? Sí, estamos bien». «¡Gracias, Señor!». ¡Qué alivio! Aunque mi cuerpo se agitaba temblando durante largo rato. Sangraba en la cabeza, tenía algún dolor en la clavícula –el hombro– y en la mano. Habían desaparecido mis gafas… Los demás también sentían dolores. Pero, lo prevalente era la experiencia, viva e intensa, de la mano protectora y salvadora del Señor.

¿Cómo, en una carretera que casi toda ella iba cruzando una pendiente montañosa de gran profundidad, fuimos a caer precisamente en ese lugar y en esa terracita? Los ocupantes del vehículo que nos acompañaban detrás llamaron a la policía y al personal sanitario de Sorata. Después de cierto tiempo, nos subieron a la carretera, asidos de una cuerda. Y pronto llegó una ambulancia para conducirnos al Centro de Salud. Sí, también tuvimos la suerte –la gracia– de ser socorridos oportunamente.

Por la mañana, tras desayunar, celebramos en la misma sala una eucaristía de acción de gracias al Señor por su acción a favor nuestro, a favor de nuestra vida, que habíamos «empeñado» al servicio de la pacificación y reconciliación de los hermanos de las dos comunidades. Nos acompañó el personal sanitario del Centro. Hilarión, allí mismo, en el Centro de Salud de Sorata, nos dice que, en la reunión con los comunarios durante la noche, cuando estos se enteraron de nuestro accidente, quedaron en un total y prolongado silencio y terminaron diciendo que habrían de resolver ya aquella grave situación. Irían a La Paz a dialogar. Me sentí muy emocionado, con un brote de profunda alegría, como iluminado por la gracia del Señor: ¡cómo el Señor hacía de nuestro accidente grave un toque al corazón de aquellas gentes que las hacía receptivas al diálogo, a la pacificación y a la reconciliación! Quizás solamente un impacto fuerte, como nuestro grave accidente, podría conmover los corazones cerrados por el odio o el miedo.

A Teresa y a mí nos trajeron en ambulancia al Hospital General de la Paz, mientras que Julio y David se quedaron en Sorata, esperando la llegada del camión grúa para recoger la furgoneta. Nos hicieron la observación médica, con una radiografía… No padecíamos nada grave. Lo mismo ocurrió con Julio y David, que llegaron a La Paz a la noche del mismo día 7. Al día siguiente me sentí peor, como deprimido. Sustos tan fuertes dejan huella. Pero es una experiencia oportuna para expresar más vivamente la confianza y la esperanza en el Señor: la ofrenda de nuestra vida para que Él haga de ella lo mejor para sus planes. «Señor, haz de mí lo que quieras». Lo que Él quiera, incluso el martirio, ¡una gracia extraordinaria! En la cultura indígena, esta situación de abatimiento se califica de pérdida del «ajayu» (el ánimo).

El día 13 de octubre tuvo lugar la reunión de un buen número de comunarios de ambas comunidades, presididos y moderados por el gobernador, César Cocarico. Participamos en la misma Teresa, Julio y yo. Será necesario continuar un proceso lo suficientemente largo hasta que se acuerde la asignación territorial. En mi intervención les dije que si el Señor no había permitido nuestra muerte es porque quiere que se realice la paz y el acuerdo positivo entre las comunidades. Les interpelé sobre su ser cristiano, que reclama amor y perdón incondicional y permanente. Invoqué al Espíritu Santo para que expulse los malos espíritus de la ambición, el odio y la revancha.

El día 21 participamos en una nueva reunión. El gobernador expuso, con documentos, la situación jurídica de los territorios en conflicto e hizo una propuesta de reparto de 50 por 50 para las dos comunidades. Las dos partes pidieron un «cuarto intermedio» (tiempo de reflexión y diálogo) para examinar y dictaminar sobre la propuesta. Ambas partes manifestaron una actitud constructiva. Pero manifestaron que tenían que exponer la propuesta a las bases, en las cuales hay elementos radicalizados que no están dispuestos a aceptar una solución consensuada. Propusieron, por tanto, disponer de un tiempo y volver a reunirse el día 20 de noviembre. Ambas partes, apelaron a la espiritualidad y a la fe, haciendo mención reconocida a mi presencia y a mi llamada desde la fe cristiana. Parece que lo que uno hace y dice no tiene resonancia, pero está claro que muchas veces, como en este caso, sí la tiene y es reconocida expresamente.

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