El empobrecimiento de buena parte del pueblo, y el enriquecimiento de los que más tienen, es la dinámica normal de la economía que mata.
El número de millonarios en España ha aumentado un 470% entre 2010 y 2019, pasando de 172.000 a 979.000. Desde 2007, el número de personas en exclusión social ha crecido 1,2 millones. 8.5 millones de personas se encuentran en situación de exclusión social. Solo uno de cada cien percibe la Renta Mínima de Inserción (RMI).
Tres son las causas principales del empobrecimiento y del enriquecimiento: el acceso a la vivienda, que empobrece a unos y enriquece a otros; la precariedad en el empleo-desempleo, que empobrece a unos y enriquece a otros; y unos servicios públicos insuficientes, que también empobrecen a unos y enriquecen a otros. Estas causas tienen un denominador común: el poder del dinero.
Este pecado estructural y personal, que mata, solo se puede vencer practicando la justicia y la solidaridad. La justicia nos exige reconocer los derechos reales de cada persona formulados en la Declaración Universal y que, en síntesis, pretenden dar a cada uno lo suyo. La solidaridad es la más importante, pues consiste en dar al otro de lo mío, en compartir. Y esto, ya lo decía Isaías (58, 6-7) hace mucho tiempo: «Esto dice el Señor Dios: El ayuno (la política social) que yo quiero es: soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo, liberar a los oprimidos, quebrar todos los yugos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de tus semejantes».
Los empobrecidos necesitan justicia (liberar a los oprimidos) y solidaridad (partir tu pan con el hambriento). Sin ellas, las políticas contra la exclusión social seguirán siendo una falsa consentida y mantenida.
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