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Nuestra familia no tiene ni quiere fronteras

09 enero 2017 | Por

Nuestra familia no tiene ni quiere fronteras

Mariola Palma y Paco Guzmán | A cada persona la vida la sitúa en un punto de partida. El camino posterior y el futuro al que puedan llegar se va haciendo o deshaciendo con la acción u omisión de todos los demás. Nuestra familia, aun con todas las limitaciones posibles conocidas y otras por descubrir, siempre ha querido ser un lugar de ensayo y experiencia para crecer juntos, pero también para que otros puedan crecer de igual forma, vivir, en definitiva, ser personas. Este siempre fue el origen y el motor de nuestro proyecto de familia, surgido de nuestra fe y del compromiso al que ella nos lleva.

Con esta base, en nuestro recorrido como familia hemos ido construyendo redes de compromiso social y político junto a otras muchas personas. Redes necesarias en las que seguir avanzando: nuestros hijos en sus entornos cercanos de colegio, amigos, etc. y nosotros de su mano, en las AMPA, en nuestros trabajos, en organizaciones políticas y sindicales, etc. Estamos convencidos de que es necesario seguir en esta dirección, aunque también interpelados por la urgencia de «salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio»[1] somos conscientes de que llegó el momento de complicar la marcha, de acelerar el ritmo y mirar más lejos. Nuestra familia no tiene ni quiere fronteras.

Cada día que pasa, mantenemos el escenario de constante vulneración de derechos humanos en el que viven millones de personas en nuestro planeta, a no ser que cambiemos de estrategia y pensemos acciones novedosas, efectivas y valientes. Es cierto que existen numerosas iniciativas que acompañan a estas personas en su actual sufrimiento, pero la historia y la experiencia ya nos advierten de que sólo con ellas no será suficiente. Dejar pasar el tiempo sin cuestionar la situación establecida, forma parte de las responsabilidades sociales que no hemos de asumir. El papa Francisco también nos empuja a ello cuando nos alerta de que «la necesidad de resolver las causas estructurales de la pobreza no puede esperar (…) Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres (…) atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema».[2]

En el intento de no participar del pecado de omisión del que todos podemos ser responsables (preferimos equivocarnos haciendo cosas), nuestra familia ha querido «hacer algo más», provocarnos y provocar, resituarnos ante los riesgos de «encubrir con una supuesta caridad las injusticias de un orden establecido y asentado en profundas raíces de dominación o explotación»[3]. Y de esta forma, en los últimos meses hemos ido acercándonos a diferentes realidades en las que los derechos humanos son negados sistemáticamente ante el conocimiento de todos, realidades en las que miles de personas en movimiento forzoso sufren la desprotección e hipocresía de nuestros gobiernos, y en ocasiones, también la ineficacia de nuestros propios compromisos solidarios.

En concreto, tanto nosotros como nuestro hijo mayor (Pablo) hemos estado en Grecia, en Idomeni –en la frontera con Macedonia– y en Sounio –un campo de refugiados– comprobando y denunciando el olvido y la inhumanidad en la que malviven miles de familias «refugiadas» pero sin refugio. Están atrapadas en una situación de limbo jurídico que se ha dotado de todas las artimañas legales posibles para incumplir los plazos y procedimientos de protección internacional que les corresponde poder iniciar y a los que los estados miembros de la Unión Europea se han comprometido. Esta experiencia ha sido vivida y compartida por todos nuestros hijos en sus diferentes realidades, edades, llevando a sus compañeros de clase de colegio y de instituto la situación de estas personas como vidas próximas a las suyas.

Pero incluso en esta realidad de olvido de las personas, hemos podido comprobar el riesgo de seguir olvidando a otros muchos. Observamos con tristeza en el discurso político, mediático y social, que estamos reaccionando ante este debate actual sobre los derechos de los refugiados porque son «personas como nosotros que se han visto obligadas a dejarlo todo». Al ser como nosotros, no son como los millones de migrantes económicos que huyen desde hace décadas del hambre y de la muerte por empobrecimiento, éstos no están en el centro y la preocupación del debate, aunque estén en el centro de nuestras ciudades, en el centro de África o en lugares tan próximos como Ceuta y Melilla.

Como familia también hemos puesto rostro a muchos de estos migrantes económicos que diariamente arriesgan su vida en el mar, queriendo llegar a nuestra suerte de vida en Europa a través del Mediterráneo. Hemos comprobado en Lampedusa y Sicilia la desesperación de quienes huyen del hambre, de la guerra o de la pobreza crónica de sus países, sobre todo de África, y la decepción de la respuesta que reciben cuando llegan a Europa y son tratados como «ilegales» ante los que nos tenemos que proteger. La mayor inversión que se ha realizado ante estas personas, es la de nuestra propia seguridad frente ellos, organizándose con las mejores garantías todo un dispositivo de control y expulsión que pudimos y se puede constatar en los CIES en los que se encarcelan. Ninguna persona es «ilegal», en todo caso lo son los gobiernos que incumplen compromisos como los derechos humanos y otros innumerables acuerdos que firman y olvidan. Este mismo olvido, es el que se produce también a diario en Ceuta y Melilla, donde nos preocupa especialmente la situación de los menores extranjeros no acompañados que son tratados como extranjeros antes que como menores.

Con todas estas experiencias, acumuladas en nuestro proyecto familiar, hemos aprendido y renovado una manera de vivir nosotros mismos la necesaria dimensión política de nuestra fe, cada uno desde su momento y realidad; pero también hemos querido renovar una manera de compartir con otros la acción y la provocación ante las situaciones instaladas en el orden social establecido; para ser capaces de construir entre todos una manera de transformar la realidad social más efectiva a través de la acción política, que consiga atacar las causas estructurales de la desigualdad.

[1] Evangelii gaudium 20.
[2] Evangelii gaudium 202.
[3] Los católicos en la Vida Pública (n. 61).

Qué dice la Iglesia

«Un matrimonio que experimente la fuerza del amor, sabe que ese amor está llamado a sanar las heridas de los abandonados, a instaurar la cultura del encuentro, a luchar por la justicia. Dios ha confiado a la familia el proyecto de hacer “doméstico” el mundo, para que todos lleguen a sentir a cada ser humano como un hermano» (Amoris Laetitia, 183).

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