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  • 25-09-2021


    Jesús Martínez Gordo: «Debemos contribuir a erradicar los “calvarios” y evitar más dolor, muerte y desolación»


    En su último libro «Entre el Tabor y el Calvario. Una espiritualidad "con carne"» (Ediciones HOAC, 2021) el presbítero de la diócesis de Bilbao, profesor de la Facultad de Teología de Vitoria-Gasteiz, vuelca su amplio conocimiento sobre la originalidad de la espiritualidad cristiana, siempre en diálogo con la cultura de cada momento. –Fernando Díaz Abajo

    ¿Se puede hablar de una espiritualidad «sin carne»?

    La espiritualidad tiene que ver con el Espíritu, del que en el credo nicenoconstantinopolitano se dice que es «Señor y dador de vida». La entiendo como participación de la vida en plenitud, de la que nuestra existencia es una anticipación. Así experimentada y formulada, tiene que ver con la vida personal y social y, por supuesto, con el mundo en el que existimos, es decir, «la carne».

    Además, como «jesu-cristiano», no me parece aceptable erigir la distinción conceptual entre «carne» y Espíritu, Jesús y Cristo, inmanencia y trascendencia o yo y lo otro, como si reflejaran una separación real. La vida es una. Es un error tratar de experimentar y entender lo que es fruto de distinciones conceptuales como realidades no interrelacionadas, es decir, separadas. A diferencia de estos dualismos, una espiritualidad «jesu-cristiana» es la que nos ayuda a vivir y dar razón de la unidad en la que vivimos, nos movemos y existimos.

    ¿Las espiritualidades ateas pueden aportar algún punto de encuentro hoy para los cristianos en el diálogo con nuestra sociedad, con esta cultura?

    Existen las espiritualidades, también llamadas «místicas», ateas o «sin Dios», profanas, agnósticas y nihilistas. Hay «increyentes» que reconocen la existencia de esa relación y unión con dichos «todo», «absoluto», «sí eterno», vacío o «nada», diferenciándose unas experiencias de otras por sus explicaciones. Tal es el caso, entre otros, de André Comte-Sponville, George Bataille, J. C. Bologne o L. Wittgenstein. Y mucho antes que ellos, Plotino, el autor de las «Enéadas», en el siglo III.

    Cuando creyentes e increyentes dialogan, a partir de este terreno común, el debate consiste en precisar el grado –mayor o menor– de consistencia racional o argumentativa de las diversas explicaciones aportadas a partir de las comunes y, a la vez, diferenciadas, experiencias de relación con la realidad. Y, por supuesto, sobre la capacidad integradora de dichas experiencias. Pero, sobre todo, si son experiencias y discursos en los que hay circulación, articulación, equilibrio y mutuo enriquecimiento, con sus legítimas diferencias, entre estos tres montes simbólicos: Tabur, Calvario y Bienaventuranzas.

    ¿Qué tiene que aportar esta espiritualidad «jesu-cristiana» a la cultura de hoy y a otras espiritualidades?, ¿la carne?, ¿la alteridad?

    En primer lugar, la importancia de la unidad y de la distinción sin separación entre la cabeza, el corazón, los pies y las manos: de la cabeza, como sede simbólica del discurso racional y del programa; del corazón, como «lugar» de la experiencia y de los pies y de las manos, mediaciones del compromiso transformador. Y la excelencia que son, como fruto de dicha distinción sin separación, la gran cantidad de espiritualidades, teologías y explicaciones; incluidas las agnósticas y nihilistas, además de las ateas o «sin Dios».

    Pero también la importancia de la comunión. Las diferentes espiritualidades y teologías de las que hablo se complementan y enriquecen entre sí con sus respectivos y legítimos acentos. De ahí la relevancia de una fecunda interrelación entre todas ellas: que el Dios de Jesús de Nazareth es «uni-trinitario» quiere decir que es, a la vez, uno y comunión o articulación de diferentes. La pluralidad espiritual y teológica se encuentran en el código genético del catolicismo; por más que, a veces, pueda resultar complicada de gestionar; como sucede en la vida de cada día y en toda cultura.

    Puede haber, por ejemplo, personas partidarias de espiritualidades y teologías más atentas al programa del monte de las Bienaventuranzas o del reino de Dios, es decir, al discurso, al anuncio y a la profecía, pero, si son «uni-trinitarias», se pasearán, aunque sea de vez en cuando, por los otros dos montes, el del Tabor y el del Calvario. Y otro tanto hay que decir de quienes priman, como residencia preferente, dichos Tabor o Calvario.

    A veces, hay cristianos muy comprometidos, que no paran, que no están quietos, pero que a lo mejor no transmiten alegría ni esperanza. ¿Qué tiene que ver en ello la ideología de la solidaridad?

    Desde las llamadas «nuevas espiritualidades» se critica a los cristianos que han hecho del Calvario o del compromiso por la justicia y la liberación la residencia preferente de su espiritualidad y teología, que no atienden adecuadamente a reponer las fuerzas, algo que solo sería posible encontrándose con Dios, sobre todo, en la intimidad de uno mismo (lo que llaman la «mismidad») o en el «silencio». Y que, por eso, son legión los que acaban agotados, desalentados y tirados en las cuentas de la vida, sin fuerzas ni esperanza alguna. Es a esto a lo que algunos promotores de estas «nuevas espiritualidades» llaman «ideología de la solidaridad» o «del altruismo».

    No creo que sea una expresión muy feliz, porque evidencia una absolutización de dichas «mismidad» y «silencio», con desprecio de la fraternidad o del encuentro, gratuito y desinteresado, con los demás y en su lucha por la justicia como manantiales de unión con lo que decimos cuando decimos «Dios».

    Más allá de esta importante observación crítica, hay algo que merece la pena tener en cuenta: sospecho que a Jesús de Nazareth no le agrada encontrarse en los Calvarios contemporáneos con más cadáveres, aunque sean por un exceso de generosidad, lucha y compromiso. Intuyo que prefiere encontrarse con personas espiritualmente enteras y animosas, porque reponen fuerzas al circular, aunque sea de vez en cuando, por los actuales «tabores» y montes de las Bienaventuranzas; en particular, cuando no es posible refrescarse en los «calvarios».

    El cristianismo no es exaltación de la Cruz, sino proclamación y experiencia de que el Crucificado ha resucitado y de que, por eso, podemos y debemos estar al lado de los crucificados de nuestros días para contribuir a erradicar tales «calvarios» y evitar más dolor, muerte y desolación.

    Esta, normalmente, suele ser una carrera de fondo en la que, además de encontrarnos, sin buscarlo, con el martirio, también nos hallamos con infinidad de «chispazos», anticipaciones o murmullos, gozosos, gratuitos e inesperados, que hemos de poner en valor o que, por lo menos, hemos de cuidar bastante más; en particular, quienes hacen del encuentro con Dios en los «calvarios» contemporáneos el santo y seña de su existencia. También en los «calvarios» actuales existen dichos «chispazos» o murmullos de plenitud; no solo en la llamada «mismidad» o en el «silencio», tal y como los entienden algunos promotores de las nuevas espiritualidades. Y si no las hay o no se encuentran, no queda más remedio que transitar por otros «tabores»; que haberlos, haylos.

    No creo que la entrega, y más si acaba siendo sistemáticamente achicharrante o autodestructora, sea característica propia de una espiritualidad y teología «jesu-cristiana» con residencia preferente en el Calvario. Cuando menos, procuraría que no lo fuera.

    Por su parte, quienes acentúan desmedidamente la presencia en los actuales «tabores» o montes de las Bienaventuranzas también tienen sus problemas, diferentes a los de quienes han hecho del Calvario su residencia espiritual y teológica preferente.

    La carta de Claude Corbon al obispo Dupanloup en 1877 es significativa: «Habéis perdido al mundo obrero porque habéis confundido vuestra causa con la de un partido político…».

    Cuando me adentro en el estudio histórico de la espiritualidad y teología latinas de los últimos siglos, me resulta difícil encontrar socializada la evangélica identificación de Jesús con los pobres o con los últimos. Por eso, no me extraña que aparezca una jerarquía eclesiástica más atenta a incrementar o conservar su poder que a cuidar su identidad y espiritualidad como sucesores de los apóstoles y, por ello, defensores de los pobres. El resultado es, salvo alguna honrosa excepción, su progresiva y escandalosa mundanización hasta acabar siendo una jerarquía cortesana que nada tiene que ver con la voluntad de Jesús explicitada en el programa del monte de las Bienaventuranzas.

    Desgraciadamente, este es también el contexto en el que se ven envueltos, bien a su pesar, cristianos y cristianas, santos y teólogos que, a pesar de haber acogido como propia la causa de los obreros y de los últimos, van a ser fusilados, por ejemplo, en la comuna parisina (1871), porque los parias levantados en armas los perciben más como correas de transmisión de esta casta eclesiástica, aliada con los burgueses y explotadores, que como compañeros en su viaje liberador. Y esto mismo volverá a pasar con muchos cristianos ortodoxos en la revolución rusa de 1917 y con no pocos católicos en la Guerra Civil Española de 1936-1939, tanto en un bando como en otro.

    Así pues, también existen cristianos y cristianas, santos y teólogos que, a pesar de ser una minoría, han sido (y siguen siendo en la actualidad) una luz, que, en su modestia, testimonian, incluso con su sangre, cómo la espiritualidad y la teología «jesu-cristianas» solo son posibles «con carne». Gracias a ellos se ha ido reconociendo, por ejemplo, a lo largo de la historia, los diferentes rostros del crucificado no solo en los pobres socioeconómicos, sino también en los cautivos, indios, obreros, esclavos, negros o mujeres. Y, también gracias a ellos se han puesto en marcha muchos programas de intervención samaritanos: limosna e impuestos, sanidad o educación (anticipaciones de los buques insignias del estado del bienestar social), además de las bases para la declaración universal de los derechos humanos.

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Jesús Martínez Gordo

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