El grito de la vida

Los sufrimientos y la muerte de Jesús de Nazaret habían dejado paralizados y enmudecidos a sus discípulos y a las mujeres que lo habían acompañado.

Esas llagas del Crucificado están presentes hoy en las víctimas inocentes, en los abusos de los poderosos, en los abandonados a su suerte con contratos engañosos, en los desastres ambientales… y son las piedras frías que siguen queriendo ahogar la voz y el grito del amanecer: «No está aquí, ha resucitado» (Mc 16, 6).

¿Por qué? Porque este grito acaba con todo conformismo y abre el camino al asombro y la tarea. Se acabó la piedra inamovible del sepulcro y se terminó la mirada alicorta al suelo. Es urgente levantar la mirada.

Y es todavía más urgente escuchar el grito del joven vestido de blanco (de primavera) del Evangelio en medio de nuestros miedos, sospechas y del qué dirán y también escuchar, con más fuerza, si cabe, la voz de tantos y tantos profetas de nuestros días que siguen creyendo en la resurrección y la vida (Jn 11, 25): «Él va delante de vosotros a Galilea, allí lo veréis tal como os dijo» (Mc 16, 7). Este grito no significa otra cosa nada más que retomar el bautismo que nos incorpora a la fe, volver a la gracia primera, sacar nuevas energías y, en definitiva, sentirse acompañados en los ajetreos de la vida por el único Maestro y por la comunidad.

La Resurrección es el grito de la vida sobre la muerte, de la gracia sobre el pecado, de la dignidad frente a tanta humillación, del sentido sobre el sin sentido, de la luz sobre la noche, de la plenitud sobre la nada y, para decirlo quizás demasiado concreto, del trabajo digno sobre la precariedad indecente.
¡Qué oficio tan hermoso tenemos entre manos! ¡Gritad!

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