Un cristianismo sin gratitud no es tal. Se convierte en una losa pesada de rígidos preceptos, que nos dobla la espalda con el peso de la culpa, por un dios justiciero que todo lo vigila y controla y que lleva las cuentas del mal que hacemos.
La experiencia que sostiene nuestra fe, nuestra vida, es la de la gratuidad y el agradecimiento, la experiencia del amor entrañable de Dios.