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En la vida y en la muerte, somos del Señor (Rom 14, 8)

01 noviembre 2021 | Por

En la vida y en la muerte, somos del Señor (Rom 14, 8)

Rafael, padre de María Luisa Hurtado, militante del equipo de Marchena, de Sevilla, falleció el pasado 31 de marzo. Francisco, hermano de Luis Rodríguez, militante de Getafe, el 1 de mayo.

Valentín, padre de Francisco, consiliario de Ávila, falleció el 10 de junio. Josefa, madre de Antonio Javier Aranda, militante de Orihuela-Alicante, falleció el 16 de junio. Pepa, madre de Ana, militante de Ubrique, de la diócesis de Sevilla, falleció el 18 de junio. Enrique, padre de África, militante de Sevilla, falleció el 17 de julio. Luis, militante de la primera hora en Segovia, donde fue su presidente diocesano, padre de Luis Ángel de las Heras, obispo de León, falleció el 22 de julio. El 14 de agosto fallecía Santiago, padre de Tomás Alonso, militante de Burgos.

Con ochenta y ocho años de vida nos dejaba el 31 de agosto Antonio Serrano, militante de Cox, Alicante. Con solo treinta y nueve años lo hacía el 3 de septiembre Marta, sobrina de Valle López, militante de Huelva. El 13 de septiembre fallecía Emilia, militante de Torrox, Málaga, y madre de Fran, militante del equipo de Ubrique. Andrés Avelino, antiguo consiliario de la HOAC de Cádiz, fallecía el 21 de septiembre. Al día siguiente, 22 de septiembre, nos dejaba, con más de noventa años, José, padre de Chema Díaz, consiliario de Santander.

El 29 de septiembre, a los noventa y seis años, fallecía Bautista, padre de Pepelu Iglesias, consiliario de Bilbao. El 2 de octubre finalizaba su peregrinación Maite Albadalejo, militante de San Miguel de Salinas, de Orihuela-Alicante. El 9 de octubre, Lluis Donoso, antiguo militante de Barcelona-Sant Feliú. El 14 de octubre, acompañada de los suyos, pasaba a los brazos del Padre Maruca, madre de Cristina Vega, militante de Canarias, y Ángeles Ibars, esposa de Isidro Llopis, antiguos militantes de Valencia.

San Pablo (Rom 14, 7-9) dice algo importante en nuestra fe y nuestra vida: «Ninguno vive para sí, ninguno muere para sí. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor».

Los creyentes morimos para el Señor del mismo modo que vivimos para el Señor. Somos del Señor, imagen suya, transparencia de su amor en la vida y en la muerte, en esta vida y en la vida resucitada. Nuestra vida, nuestra misión, lo que somos, no termina con la muerte, pues Cristo, Señor de muertos y vivos, nos sigue convocando a la comunión de los santos en la eternidad de nuestra existencia.

Los creyentes no vivimos –ni morimos– para nosotros mismos. Siendo del Señor, nuestra vida amplía los límites de la existencia en tanto que vivimos por amor para los demás y, por amor, desgastamos nuestra vida –vamos muriendo cada día– para que otros puedan vivir.

Por eso, al recordar a nuestras hermanas y hermanos difuntos podemos dar gracias a Dios por sus vidas, por haberlas compartido, por su entrega, porque fueron del Señor de maneras diversas y no se guardaron para sí mismos el don de Dios. Es la primicia de nuestra oración: Gracias, Señor, porque nos los diste, siendo tuyos. Porque nos ayudaron a ser las mujeres y hombres que hoy somos. Gracias porque hay tanto de ellos en nosotros. Porque compartimos nuestra existencia con ellos, porque hicieron la nuestra más humana, más sencilla, más amable. Gracias porque nos enseñaron a reconocerte vivo entre nosotros. Gracias porque animaron y acompañaron nuestro seguimiento.

Podemos, también, seguir sintiéndonos en comunión con ellas y ellos porque, en la pertenencia a Dios, en el sabernos sostenidos en su amor, nos seguimos encontrando con su cercana compañía en nuestro caminar, seguimos sintiendo su presencia viva entre nosotros.

Podemos acoger, como legado, todo aquello que fue testimonio de vida creyente y entregada en su familia, entre sus vecinos y compañeros de trabajo, en la HOAC y en la Iglesia, en la vida del mundo obrero. Un legado que se transforma en compromiso en nuestras manos, para seguir haciendo perdurable la transparencia del Dios que nos habita. Un legado de vida que nos sigue invitando al cuidado de unas y otros, al cuidado mutuo.

Y porque, sabedores de que ningún fruto del amor se pierde, podemos seguir caminando con esperanza, animados por su amor. Con la esperanza de volver a encontrarnos en la plenitud de la Resurrección, y de que el sueño de Dios –que seguimos soñando juntos– un día, será realidad.

Acogiendo el don de tantas hermanas y hermanos que han caminado con nosotros en estos setenta y cinco primeros años de vida de la HOAC, volvemos a pedir confiados que las obreras y obreros, muertos en el campo de honor del trabajo y de la lucha, descansen en paz.

María, Madre de los pobres, ruega por nosotros.

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