Si nuestra fe se ve zarandeada por lo que vivimos, por cómo se cuestionan ritos y costumbres que ya no sirven, por cómo somos interpelados por la realidad y urgidos a encontrar nuevas palabras humanas en las que seguir anunciando la presencia -nueva y buena noticia- de Dios, o a buscar nuevo sentido y a recuperar el sentido originario de lo que hemos de vivir; si nuestra fe se ve zarandeada por el mal y la injusticia que nos rodean hasta hacernos vacilar con miedo, es que quizá aún no tenemos fe. Quizá seguimos creyendo que la fe tiene que ver con el éxito, con la seguridad, con la costumbre, con la tranquilidad, con la desconexión de la realidad, o con lo inamovible… Quizá se nos olvidó que seguimos al Crucificado.