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La persona es lo primero y la compasión su principio

28 septiembre 2020 | Por

La persona es lo primero y la compasión su principio

Dado que el sufrimiento es común a la humanidad, la compasión puede erigirse en el fundamento de una ética universal y compartida, cuyo paradigma cristiano es la parábola del samaritano.

José Ramón Pascual García | Consiliario de HOAC-Rioja y doctor en Teología Pastoral

¿Quién no quiere ser feliz? ¿Quién no quiere realizarse acertadamente? Según voy constatando –como tú–, cada persona vamos construyendo nuestro modo de ser con la intención de vivir humanamente bien.

Ese «modo de ser» es lo que llamamos carácter. Pero el carácter es más que el conjunto de características que me vienen dadas genéticamente. El modo de ser también se cultiva: a veces lo aprendemos como un código de conducta propio del entorno social inmediato y a veces lo descubrimos inesperadamente en medio también del entorno social, pero como alternativa diferente a las pautas de conducta habituales.

Pero ser feliz, ¿cómo se hace?, ¿cómo se logra? La filosofía moral y todas las corrientes éticas de la historia de la humanidad se han esforzado y vienen proponiendo diversos modos concretos para ser personas felices. Quiero compartir una síntesis de lo que he investigado y ofrezco en mi libro El principio compasión. Vivir desde una ética samaritana.

En busca de una vida acertada y feliz

La moral propone unas normas de comportamiento –de origen religioso o no– ya elaboradas que hemos de aprender y cumplir. Tales normas morales son los hábitos y las costumbres que forman parte de la sociedad en la que vivimos. Forman parte de la propia cultura social. Para realizarse como persona bastaría con adecuar nuestro comportamiento a esos hábitos y costumbres. La ética es más que la moral. La ética viene a suscitar comportamientos que descubrimos y asumimos para hacernos responsables. Es más que cumplir unas normas morales. Es responder, dar respuesta. En ese responder nos hacemos responsables, nos hacemos sujetos éticos, es decir, nos hacemos personas.

En esa búsqueda del modo acertado de ser persona las distintas corrientes filosóficas han propuesto infinidad de modelos con una pretensión: dar con un modo universal en el que fundamentar la ética, que nos pueda servir a todas las personas.

La penúltima propuesta de la filosofía se denominó «ética del diálogo». Desde ella, todas las personas tendríamos la capacidad de encontrarnos al mismo nivel y así, juntas, discernir y consensuar lo que sería más adecuado para realizarnos como personas. Como idea está bien. Pero ese es su defecto: que es un ideal, que es irreal.

Esa ética dialógica haría bueno el refrán popular «hablando se entiende la gente». Todas las personas, juntas, hablamos y determinamos lo que sería conveniente para realizarnos felizmente a la vez. Esa ética idealista triunfó en nuestro contexto noroccidental con lo que llamamos la Modernidad. Aquella filosofía hija de la Modernidad consideró haber llegado a establecer el fundamento universal de la ética –el fundamento del ser persona, en definitiva– en el consenso común, al cual se llega mediante el diálogo universal, pues todas las personas disponemos de tal capacidad y posibilidad.

Pero tiene un fallo grave: no todas las personas son partícipes de ese diálogo. Hay muchas que no pueden asistir a esa mesa de diálogo, bien porque por sí mismas no disponen de posibilidades para ello, bien porque han sido expulsadas y marginadas por otras, deliberada o inconscientemente. El hecho es que en ese pretendido diálogo universal no están todas las personas. ¿Quiénes faltan? Las de siempre, las víctimas. Faltan tantas personas y comunidades que han sido despojadas e impedidas de su capacidad, por causa de la injusticia.

Es cierto que la Modernidad trajo cierto progreso a las personas…, pero solo en un ámbito geográfico reducido y, sobre todo, de unas pocas personas a costa de otras muchas. No fue universal, ni el modo de participar, ni el modo de vivir humanamente.

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