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Navidad, la gran fiesta de Dios con nosotros

17 diciembre 2019 | Por

Navidad, la gran fiesta de Dios con nosotros

No es fácil sostener la esperanza en estos tiempos, como no lo ha sido nunca a través de la historia. Y, pese a la dificultad, sabemos que no podemos vivir sin Esperanza en este mundo nuestro, necesitado de tener respuestas que alienten, que den esperanza, que den nuevo vigor en el camino. Nuestro mundo está necesitado hoy de esperanza, porque se ha convertido en un «cementerio de esperanzas». Y cuando ya no esperamos nada de la historia nos vemos abocados a esperar resignados que sucedan ininterrumpidamente las irracionalidades de este sistema.

Los creyentes en el Dios de Jesucristo somos invitados, continuamente, y más en este tiempo a reafirmar nuestra esperanza en el Dios encarnado en nuestra humanidad, en el Dios que se hace débil, pequeño, acogido, impotente, que busca ser amado porque nos ama sin medida. Llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero, eso es lo que significa recibir esperanza. Algo que surge del encuentro personal con Cristo en nuestra vida; del encuentro que hace renacer en nosotros la alegría y que provoca una esperanza que el papa Francisco nos urge a no dejarnos robar.

Esta gran esperanza solo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. De hecho, el ser agraciado por un don forma parte de la esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto.

Para ser hombres y mujeres de esperanza no debemos apegarnos a nada y vivir, en cambio, en tensión hacia el encuentro con el Señor. Sí, puesto que si perdemos esta perspectiva, la vida se vuelve estática y las cosas que no se mueven se corrompen. Si queremos ser hombres y mujeres de esperanza debemos ser pobres, pobres, no apegados a nada. Pobres, porque la esperanza es humilde, y es una virtud que se trabaja –digamos así– todos los días: todos los días hay que retomarla,… todos los días es necesario recordar que tenemos la prenda, que es el Espíritu que trabaja en nosotros con cosas pequeñas.

Alegraos con la esperanza, sed pacientes en el sufrimiento, perseverantes en la oración (Rom 12, 12). La esperanza se hizo carne de nuestra carne, y habitó entre nosotros; se hizo Dios-con-nosotros. Navidad es la historia de amor de Dios con su pueblo, comenzada mucho antes. Una esperanza que se transforma en fuente de alegría porque hace posible la vida. Celebramos en Navidad que si hay algo definitivamente eterno es la vida. La esperanza nos encamina a la alegría, nos hace perseverantes en la oración, nos mantienen en medio de las dificultades. Nos sostiene para poder sostener a nuestras hermanas y hermanos. Dios va delante de nosotros, y así descubrimos y experimentamos que la humanidad tiene futuro. La alegría está hermanada con la esperanza. Alegría porque Dios está-con-nosotros salvando; porque es-el-que-está ahí, por y-con-nosotros.

Somos la Iglesia, la comunidad de la esperanza, responsables de suscitar signos de esperanza y alegría que necesita nuestro pueblo. Tenemos la misión de descubrir los signos de vida que existen en la vida sufriente del mundo obrero empobrecido para poder experimentar cómo Dios pone vida donde los seres humanos ponemos muerte y deshumanización. Tenemos que aprender a descubrir cómo a las afueras de Belén, en la periferia marginada donde la esperanza se vuelve cara para los pobres, Dios hace surgir la Esperanza y la alegría para toda la humanidad. Nace Dios como signo del desacuerdo con un modo inhumano de vivir y construir nuestras relaciones humanas, como grito de esperanza frente a la injusticia fatal. Dios pone vida donde nosotros solo dejamos espacio a la muerte.

El Hijo de Dios hace carne en nuestra carne la alegría y la esperanza. Por eso caminamos en búsqueda y encuentro esperanzado de los signos de alegría que suscita esa presencia de Dios en nuestra historia humana. Es tiempo de encaminarnos a la gran alegría, a la fiesta del encuentro con Dios que viene a nuestro encuentro para quedarse. Es el tiempo de la gratitud porque Dios en su amor ha querido habitarnos.

Belén es el signo de nuestra esperanza comenzada, de nuestra alegría incoada, de nuestro encuentro con la ternura de Dios-con-nosotros, en nuestra vida, que nos hace testigos de su amor. Somos –tenemos que ser–, en definitiva, alegres servidores de la esperanza, porque somos hijos e hijas del amor. Que nuestra alegría se vuelva mensaje profético de esperanza para el mundo obrero.

 

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