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A mi trabajo acudo (II)

26 septiembre 2019 | Por

A mi trabajo acudo (II)

Marta Sanz, escritora | Para los letraheridos –para las letraheridas también– el paradigma del lenguaje poético se adecuaba mejor, ya en el siglo XX, al Enhiesto surtidor de sombra y sueño, el ciprés de Silos de Gerardo Diego.

Donde esté un árbol que se quite un jardinero… Aunque no hay que olvidar al niño yuntero y a los aceituneros altivos de Miguel Hernández que subrayaron una épica laboral, no muy frecuentada en nuestra literatura, y que después retomaron en gran medida los poetas de la generación del 50, entre ellos Ángel González o Antonio Gamoneda con su magnífico Blues del amo, versionado entre otros por Loquillo:

Va a hacer diecinueve años
que trabajo para un amo.
Hace diecinueve años que me da la comida
y todavía no he visto su rostro.
No he visto al amo en diecinueve años
pero todos los días yo me miro a mí mismo
y ya voy sabiendo poco a poco
cómo es el rostro de mi amo.
Va a hacer diecinueve años
que salgo de mi casa y hace frío
y luego entro en la suya y me pone una luz
amarilla encima de la cabeza
y todo el día escribo dieciséis
y mil y dos y ya no puedo más
y luego salgo al aire y es de noche
y vuelvo a casa y no puedo vivir.
Cuando vea a mi amo le preguntaré
lo que son mil y dieciséis
y porqué me pone una luz encima de la cabeza.
Cuando esté un día delante de mi amo,
veré su rostro, miraré en su rostro
hasta borrarlo de él y de mí mismo.

Los oficios, sus condiciones, su precariedad tuvieron con el tiempo más prestigio en la copla y los cantares populares –Cocinero, cocinero; Soy minero; El emigrante…–.

El romanticismo literario no se interesó mucho por esa faceta cotidiana de la vida de la gente, por la plasmación de la idea posterior de que uno es lo que hace y la esencia, la existencia. El romanticismo literario era espectacular, histérico, singular, excepcional… Sobre todo, en España donde estaban los piratas, los pecaminosos estudiantes de Salamanca –al menos estudiaban–, don Álvaro que luchaba contra su sino, las hetairas –nuestro curioso oficio de mujer literariamente fotogénico–, los poetas despechados, los suicidas y los protagonistas de las leyendas…

Pronto llegan los afanes realistas y naturalistas que sí le dan al trabajo y, sobre todo, al dinero un papel muy importante en la literatura: pienso en las obras de Balzac y Zola, pero también en La educación sentimental de Flaubert, pienso en los rentistas y en los salones burgueses, pienso en el arribismo profesional de Bel Ami y en la idea de que para ser un hombre hecho a sí mismo siempre se cuenta con cierta dosis de maldad: la capacidad de explotar y mentir a las mujeres, invisibilizadas a la fuerza en sus habilidades.

En España, Galdós retrata a los especuladores y a los hombres de negocios, a los laboriosos inversores en Lo prohibido. Y no demoniza el dinero ni la habilidad para conseguirlo, sino la pereza, la desidia, las ínfulas aristocráticas de una burguesía de medio pelo, endeudada, que no asume su valor en el buen funcionamiento de la sociedad. Pensemos en La de Bringas, Tormento.

Galdós habla en Miau de la figura del cesante y anuncia la descomposición de los países que no tienen una sólida clase media. En Tristana, don Lope es un representante de esa supuesta España de progreso que se compadece de la explotación de los trabajadores, pero porque cree firmemente, aristocráticamente, que el trabajo ensucia, no dignifica. La mujer que trabaja es la criada, Saturna. En el referente galdosiano se anclan Baroja –aún me estremece el recuerdo de Andrés, el médico de El árbol de la ciencia–, Barea, Max Aub… En pleno 98, Antonio Machado escribía los versos que dan nombre a esta jornada y a este texto: «A mi trabajo acudo, con mi dinero pago…».

El realismo social o socialista, que tan mala prensa tuvo en boca de escritores experimentales, se fijó en el trabajo y en la explotación: pienso en La turbina de César Arconada, La mina de Armando López Salinas, Central eléctrica de López Pacheco…

Pienso en el carácter absolutamente innovador de Luisa Carnés en sus Tea Rooms, novela documental que tan bien reflejó la vida de las trabajadoras de las confiterías-cafeterías de Madrid antes de la guerra… Carnés culminó con éxito el intento ambicioso de retratar literariamente una clase obrera, de denunciar y de activar el carácter performativo y transformador de la literatura.

Estas novelas no se escribieron con la prosa panfletaria que a menudo se les achaca, sino con una aproximación formal adecuada a sus pretensiones políticas, éticas y cívicas. A su impulso comunicativo de denuncia, testimonio, militancia, transformación. También pienso en las novelas de Delibes: en Los santos inocentes y en Las ratas, donde palmamos la violencia entre los ricos y los pobres, la humillación, la animalización como técnica literaria y, de nuevo, la importancia terrible de lo que se come. Las ratas.

Luego llegó una época en la que el trabajo retratado en las novelas quiso reflejar el advenimiento del mejor de los mundos posibles, el europeísmo y el cosmopolitismo, y la narrativa se llenó de psicoanalistas, traductores de la ONU, cantantes de ópera, detectives, saxofonistas melancólicos… Pese a las excepciones de La fea burguesía (1971-76, revisada en el 80) de Espinosa o las obras de Zúñiga, Rafael Chirbes se cabreó por el dibujo de esa España, llena de intelectuales, artistas y figurines de la jet set. Una España sin clase obrera.

La crisis da lugar a una literatura que, lejos de quedarse en el escaparate, quiere mantener con la realidad una relación performativa. Gracias a las obras de Almudena Grandes (Los besos en el pan), Belén Gopegui, Elvira Navarro, Pelayo Cardelús (El esqueleto de los guisantes), Daniel Ruiz (La gran ola) o de Isaac Rosa (sobre todo en su excelentísima La mano invisible) el trabajo regresa a la literatura no como forma de abaratamiento literario o desdoro de una prosa que a la fuerza ha de ser bonita, sino como parte inherente de esa condición humana que queremos retratar.

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