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Érase una vez…

03 abril 2019 | Por

Érase una vez…

Pino Trejo | Como si de un cuento se tratase, me topo con la historia de que un 3 de abril de hace 100 años se promulgó en España la jornada laboral de 8 horas. Y es más, de hecho, fue el primer país del mundo en establecer por ley «la jornada máxima legal de ocho horas», tal y como se recoge en el Real Decreto que se publicó al día siguiente.

Mi asombro sigue en línea ascendente cuando leo el Parte Oficial de la Presidencia del Consejo de Ministros original que, además de comprobar que su lenguaje se entiende perfectamente , se recogen expresiones como «clase trabajadora», «principios de justicia social», «considerarlas tan conformes con los principios de humanidad y justicia». En el actual Boletín Oficial del Estado habría que utilizar un descodificador para poder entenderlo y perdernos en el juego de buscar al Wally obrero.

Pero, como ya estarán pensando, la iniciativa no surge por las almas caritativas de los ministros que conformaban el Gobierno español en el año 1919, más bien, podríamos decir, que fue a su pesar.

La verdadera historia, y la Historia, esa que no aparece en los libros de texto y que no se suele enseñar en los institutos, comenzó el 2 de febrero de 1919 en Barcelona, cuando ocho trabajadores (sindicados a la CNT) de la sección de facturación de la empresa eléctrica Riegos y Fuerzas del Ebro, conocida como La Canadiense, fueron despedidos por reclamar la equiparación de sus salarios con los del resto de sus compañeros. Habían pasado de eventuales a fijos y sus sueldos habían sido reducidos drásticamente.

A partir de aquí se suceden los hechos rápidamente: el 5 de febrero, los 117 compañeros de los despedidos «rompen sus plumas y tiran los tinteros» en protesta y exigiendo la reincorporación de los ocho, y corren la misma suerte. El 7 de febrero, se suma el resto de los trabajadores de la empresa, en total 2.000, ¡y también son despedidos!

El 17 de febrero se adhiere a las luchas el sector textil. El 21 y 23, se para en bloque el suministro de electricidad de la ciudad en señal de protesta. El 26, todas las empresas de luz y agua estaban en huelga. Ya en marzo, los ferroviarios se unen a las reivindicaciones; y, en un último y desesperado intento por parte del Gobierno, se intenta movilizar, mediante un bando militar, a los trabajadores de las industrias en huelga para que volvieran al trabajo. Ante la negativa, 3.000 de ellos fueron encarcelados. A estas alturas el 70% de la industria catalana estaba paralizada por falta de energía. Ya era huelga general. Duró 44 días.

De los hechos acaecidos en esos meses, podemos extraer muchos ejemplos de los valores que nos han aportado y que nos pueden seguir aportando el movimiento obrero y la cultura que generó.

Lo primero es la conciencia de colectividad. Sentir que pertenecemos a un grupo con quien compartes tus mismas inquietudes, afanes, dificultades…, refuerza los lazos, las relaciones y nos ayuda a afrontar los embates de la vida. Si a ese grupo, le unimos el orgullo de ser trabajador, trabajadora, independientemente de las condiciones laborales que se vivan o precisamente por ellas, tenemos un incipiente movimiento obrero con una base fundamental: la conciencia de clase.

Con esta mentalidad de sentirse de una misma familia, la obrera, sus reivindicaciones iban más allá de lo laboral, había otras necesidades a las que dar respuesta: la vivienda, la formación, el ocio, la salud…, porque eran conscientes de que, ante lo deshumanizante del sistema, tenían que ofrecer una alternativa cultural humanista, un proyecto comunitario donde desarrollar esa otra sociedad que querían construir desde el respeto a la dignidad de la persona y cultivar las otras dimensiones de sus vidas en libertad.

Así se empeñaron en la lucha por los derechos: al empleo, a la educación, a la sanidad, a la vivienda…, derecho a reunirse, a organizarse, a participar; derecho al descanso, a la cultura, al ocio…, y mientras reivindicaban esto que consideraban necesidades fundamentales para no perder su humanidad, se preparaban para ello.

Crearon las casas del pueblo, ofreciendo un espacio de encuentro, de socialización, de expresión cultural y formativa; instauraron las cajas de resistencia para apoyar económicamente a las familias en periodos de conflictos y huelgas (por ejemplo, en la huelga de La Canadiense se recaudaron 55.000 pesetas, de la época, en una semana); de esta forma se educaba en un valor fundamental de este movimiento: la solidaridad.

Todas sus reivindicaciones nacían del profundo convencimiento de que había que cambiar el sistema, había que acabar con los abusos y desmanes del capitalismo. Pero no de cualquier manera, había que organizarse. La gran fuerza del movimiento obrero consistió en su capacidad de aglutinar a los trabajadores y aunar las luchas de diferentes sectores productivos. Porque lo fundamental radicaba en su condición obrera y no tanto en las condiciones laborales de uno y otro sector, eso, lo sabían muy bien, no era más que la consecuencia de quienes se querían aprovechar de su fuerza de trabajo.

Nadie, excepto ellos mismos, iba a defenderlos, así que crearon los sindicatos consiguiendo formar una estructura autogestionada que les apoyara y los representara.

Ahora, disfrutamos de los frutos de sus movilizaciones y sacrificios…, pero nos hemos echado a dormir y a vivir de las rentas, sin percatarnos de que los derechos conquistados se recortan y después desaparecen.

La «magia» de este longevo sistema consiste en convencernos de que todos podemos llegar a ser ricos. La única condición que impone es la de someterse a sus exigencias y caprichos, porque el mercado todo lo regulará. Así, sutilmente, permitimos que se nos utilice como una variable económica más, como un número en las estadísticas.

Si de verdad queremos cambiar el sistema, debemos empezar a hacer grietas a este muro, recuperando la memoria, gloriosa, del movimiento obrero, como signo de esperanza, transmitirla a las nuevas generaciones para que se repita la Historia, porque esta sí vale la pena repetirla.

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