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Homilía del cardenal Blázquez durante la misa celebrada en la asamblea general del Movimiento Mundial de Trabajadores Cristianos

28 julio 2017 | Por

Homilía del cardenal Blázquez durante la misa celebrada en la asamblea general del Movimiento Mundial de Trabajadores Cristianos

Homilía de Mons. D. Ricardo Blázquez Pérez, cardenal arzobispo de Valladolid y presidente de la Conferencia Episcopal Española, durante la misa celebrada en la asamblea general del Movimiento Mundial de Trabajadores Cristianos.

Ávila, 20 de julio de 2017.

Saludo cordialmente a quienes habéis venido de cerca y de lejos; todos estamos reunidos como hermanos en torno a la mesa de la Palabra de Dios y de la Eucaristía. A los distantes geográficamente Dios nos invita a esta misma mesa. Me alegro de que hayáis elegido la ciudad de Ávila como lugar de vuestro Encuentro. A pocos metros de aquí está el convento de la Encarnación, donde Santa Teresa de Jesús, mi paisana, pasó muchos años de su vida como carmelita; en este convento recibió el carisma de fundadora y reformadora, de aquí salió para la primera fundación de la reforma, que está en el centro de la ciudad, el convento de San José, también llamado de las Madres. Además, en la Orden del Carmen se celebra hoy la fiesta del profeta San Elías, que aparece en los escritos teresianos como referente lejano de su reforma. Elías defendió con ardor apasionado la gloria de Dios cuando su pueblo se había postrado ante dioses extraños, ante ídolos que no pueden salvar porque no son Dios. Me uno a la celebración de los cincuenta años de vuestro Movimiento, que convoca en todas partes a los trabajadores cristianos para promover la dignidad del trabajo de todos, hombres y mujeres. El lema elegido para estas jornadas “Techo, Tierra y Trabajo para una vida digna” expresa tres ámbitos básicos de radicación de la persona en la familia, en la sociedad, en el mundo.

A la luz de las lecturas que terminan de ser proclamadas en esta asamblea y que hemos escuchado con fe reconociendo en la Palabra de Dios luz y fuerza para orientar nuestra vida personal y social, permitidme algunas consideraciones.

Dios se aparece a Moisés y le manifiesta la compasión que siente por su pueblo porque los egipcios lo oprimen con pesadas cargas; la aflicción de sus siervos conmueve el corazón del Señor (cf. Ex. 3, 13-20). También hoy Dios siente amor por nosotros, sufre con nosotros en la tribulación; no le somos indiferentes ni pasa a nuestro lado sin mirarnos compasivamente. No es sordo a nuestros gritos ni ciego a nuestros sufrimientos. El clamor de Israel en Egipto, escuchado por Dios, requiere liberación. Precisamente con esa misión envía Dios a Moisés a Egipto. Moisés se siente débil para cumplir el encargo que Dios mismo le confía. El Señor, “El que es”, envió a Moisés y nos envía a nosotros; busca mediadores en la obra de la liberación. Él nos envía, nos acompaña y fortalece. La conciencia y aceptación de nuestra debilidad es condición para recibir la fortaleza del Señor (cf. 2 Cor. 12, 9-10). Si nos creyéramos capaces, no seríamos aptos para liberar en nombre de Dios.

Jesús en el Evangelio se acerca a las personas sintiendo compasión porque estaban cansadas y abatidas como ovejas sin pastor (cf. Mt. 9, 36; 11, 28-29). Se dirige a tres destinarios preferentes en su misión: Defiende a los pobres, consuela a los afligidos, ofrece el perdón a los pecadores. El Señor quiere suscitar liberadores para prolongar su misión; nosotros, conscientes de nuestra fragilidad, queremos participar en la historia de la libertad; los sencillos de corazón y no los engreídos se ponen a disposición del Señor para ser enviados.

El papa Francisco ha afirmado frecuentemente que nos encontramos en una cambio de época y no sólo en una época con muchos cambios, rápidos, profundos y con alcance global. Esta situación repercute en nosotros creando incertidumbres, desajustes, temores y esperanzas, tentación de repliegues al pasado o de ilusos saltos al futuro. Los cambios tecnológicos, insospechados hace pocas décadas, inciden decisivamente en la comunicación y la educación, en las formas de producción y del trabajo. En nuestra tierra, hemos conocido el arado romano, que los carpinteros hacían con las mismas piezas que el poeta Virgilio, en el siglo I antes de Cristo, describe en las Geórgicas; hoy, en cambio, el agricultor ara la tierra conduciendo un tractor y sentado en una cabina climatizada. En estas tierras ha llegado hasta nosotros el pastoreo de las ovejas como en tiempos de Abrahán, incluida la trashumancia buscando pastos para su rebaño. Actualmente la producción es masiva, en un marco de dura competitividad, midiendo el trabajo del hombre por el rendimiento económico. Nos encontramos en una encrucijada histórica de la humanidad, que tiene sus manifestaciones específicas en cada rincón del mundo, pero sin olvidar que hoy la humanidad está cada día más unida tanto en sus riesgos como en sus logros.

Las condiciones actuales de trabajo no son fruto de la fatalidad ni del azar; en gran parte son elegidas y promovidas libremente buscando alcanzar unos intereses económicos en ocasiones predominantes. No debemos “naturalizar” la historia, convirtiendo su curso en algo irremediable. No podemos dejar de reclamar que el hombre sea el sujeto, el centro y la meta de la historia. La aspiración suprema no es el dinero sino la gloria de Dios que se refleja en el hombre (cf. Mt. 6-24).

Los cristianos estamos llamados a caminar con la luz del Evangelio sin desdeñar los medios que la razón del hombre y los instrumentos en el dominio del mundo ponen a nuestra disposición. No es solución acertada ni la huida del mundo despreciando sus avances ni utilizar sin discernimiento humano y cristiano el desarrollo alcanzado. Nosotros deseamos promover un desarrollo humano integral, no solo económico, un desarrollo que abarque a todos los hombres y que integre todas las dimensiones de lo humano.

Me permito recordar algunos aspectos que pueden ayudar a orientarnos, sin perder el norte en la travesía por este mar inmenso. Entre Jesucristo y los pobres, entre su Evangelio y los últimos y orillados por los poderes de este mundo, hay una íntima relación. Los pobres están en el corazón del Evangelio. Por ello, los cristianos debemos recordar y trabajar con particular dedicación en favor de los excluidos. A través de vosotros, queridos hermanos y hermanas, el clamor de los trabajadores pobres o empobrecidos resuena en la Iglesia; y por vosotros la luz del Evangelio debe iluminar la existencia oscura y sin horizontes de los descartados. El Evangelio de Jesucristo nos remite a los hambrientos, a los enfermos, a los que no tienen ni techo ni hogar; y a través de ellos debemos descubrir el rostro de nuestro Señor (cf. Mt. 25, 35-40), “la carne doliente de Cristo” (Papa Francisco). No veremos la hondura de la relación ni en un sentido ni en otro sin la luz del Evangelio. Un trabajador forzado a no poder trabajar por el desempleo interminable o a trabajar en condiciones humillantes nos interpela apremiantemente; no es un simple recurso productivo desaprovechado; es una persona creada a imagen y semejanza de Dios (cf. Gén. 1, 26-27).

En este sentido, y a la luz de las condiciones nuevas de trabajo, nos conmueve particularmente la debilidad de quienes están poco dotados por la naturaleza, menos capacitados por la educación en la familia y en la sociedad y con menores oportunidades de formación profesional. También ellos tienen derecho, como todos, a vivir dignamente de un adecuado trabajo. Y lo que se dice a propósito de las personas concretas, podemos ampliarlo a pueblos enteros de otras latitudes ¿Abrimos las fronteras a quienes, forzados por el hambre y la guerra, salen de sus países y llaman a nuestras puertas? No podemos resistirnos a que no haya esperanza para los pobres y a que pueblos enteros se queden tirados al borde del camino de la humanidad. Más bien, debemos reconocer en todos los hombres a hermanos nuestros e hijos del mismo Padre del cielo. Cuando los últimos están sentados a la misma mesa, se supone que todos pueden sentarse ya. Por esto, la pobreza del alma y la sencillez del corazón nos libera de la trampa del dinero y del poder y nos abre a una auténtica fraternidad.

Persona y trabajo deben ser inseparables; no es legítimo “robotizar” el trabajo personal. Las máquinas no pueden excluir a las personas. El Señor encomendó al hombre el cultivo de la tierra para su sustento; sin esquilmar egoístamente sus riquezas (cf. Gén. 1, 28-31; 2, 15). El trabajo es la forma digna de ganarse el pan el obrero y su familia. El trabajo es derecho humano y obligación. El trabajo es también la realización de la persona; la comodidad elevada a ideal de vida introduce al hombre en la indolencia, la desgana, el deterioro personal y el sopor de la vida; sin el esfuerzo se entumece la persona. El trabajo de los hombres mejora el mundo, favorece las condiciones de la humanidad y deja a las generaciones venideras un nivel más alto en el desarrollo de la historia. El trabajo tiene una dimensión personal, familiar, social y humana. El trabajo es condición de una vida digna del hombre. La privación prolongada del trabajo, la extenuación laboral, la ausencia de reconocimiento de su valor, las permanentes condiciones precarias, la inseguridad constante repercuten negativamente en la vida digna del hombre. Como Movimiento de Trabajadores Cristianos prestáis un valioso servicio a todos reivindicando el sentido y las condiciones de un trabajo digno de la persona humana, hombre y mujer en igualdad de condiciones.

El Hijo de Dios asumió en la encarnación las condiciones de la existencia humana; nació en el seno de una familia, se sometió a la intemperie de la vida y a los rigores del tiempo. “Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado” (Gaudium et Spes, 22). Siendo el Hijo de Dios plenamente hombre manifiesta a todo hombre la grandeza de su vocación. La verdad y el amor, el trabajo y la laboriosidad, la libertad y la solidaridad manifiestan la grandeza de nuestra vocación y dignidad.

Os manifiesto de nuevo mi afecto cordial y mi gratitud por vuestra misión en la Iglesia y en la humanidad. Santa Teresa que encontró a Dios por los caminos insondables de la mística, como sugiere la estructura de esta casa, y “entre los pucheros”, interceda por nosotros y por todos los trabajadores.

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