La vida, con una consigna
que nos mira a los ojos,
es testigo de una promesa:
una llama pascual para transformar el mundo.
Ese paso donde el alma descubre
la libertad, que busca
llenar el pensamiento
con palabras que, aun en sendas pedregosas,
escriben su bondad.

Cuando la codicia de algunos
deja un rastro de dolor en los más débiles,
e impunes acampan a sus anchas,
entonces nace la cólera,
es la sangre que brota de una llaga
que aún no pudo cerrase,
y se hizo devoción en un desconocido
que es mi prójimo, el que sufre.
Y fue cuando sentí a Dios entre sus manos.

Hay que levantar la cabeza
para que la realidad se grabe en la mirada,
que el andar cabizbajos enflaquece los ánimos
con gesto resignado.

Mas, un halo de aliento nos envuelve
en el regazo de un atardecer
cuando los últimos leños de sol
se apagan.
Son instantes de madre,
hermanándonos en los sentimientos,
una marea donde la voluntad engendra
lo más íntimo del espíritu,
incomprendido el corazón resucita
y nos dicta un quehacer entre susurros.

Descalzos recorremos los vestíbulos
y escribimos en el vaho de los cristales
un grito de esperanza,
porque no hay nadie extraño
cuando la soledad de los otros nos conmueve,
y en su desvalido silencio
una respiración se activa
y nos ofrece el pan hecho memoria.

Presen Pérez