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El gran interrogante

23 febrero 2017 | Por

El gran interrogante

Heleno Saña|La pregunta más importante a la que más tarde o más temprano toda persona tiene que responder es, sin duda, la que concierne al sentido de la existencia. Eso explica que haya sido la pregunta que más ha ocupado a la filosofía y a la teología.

Pero también el más sencillo de los seres ha tenido que lidiar con ella. El pensamiento universal empieza con el intento de descifrar la incógnita del ser. El hecho de que el debate ontológico ha conducido a menudo a conclusiones erróneas, no significa que haya perdido su vigencia y actualidad. Es, al contrario, un motivo de más para seguir reflexionando sobre él.

Los ciclos históricos más fecundos han sido aquellos que han logrado encontrar una respuesta mínimamente idónea a los interrogantes del destino humano, cosa que no podemos decir de la época que estamos viviendo. Nuestros ojos parecen querer huir de la luz del conocimiento. Lo que a la sociedad del presente más le interesa es la apariencia de las cosas, no su esencia, un fenómeno sociológico que responde exactamente a la metáfora de la caverna de Platón como expresión del extravío de la conciencia. Qu’est-ce qu”un homme dans l’infini? Este interrogante, que torturaba no solo a Pascal, ha dejado de ser formulado por el común de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo. Hemos dejado der ocuparnos de todo lo que no sea la realidad fáctica a ras del suelo. Por ello hay mil razones para definir la época que nos ha tocado vivir como una época que ha decidido volver la espalda a los problemas fundamentales y eternos de la criatura humana. Frente a las enseñanzas de la philosophia perennis y de los grandes credos religiosos, la ideología dominante ha logrado convencer al promedio de individuos de que lo único importante de esta vida es atenerse exclusivamente a las reglas de juego reinantes en la sociedad tardocapitalista de hoy.

Se puede deducir la idiosincrasia de cada época por las preguntas que se hace a sí misma, o inversamente, por las preguntas que procura eludir. Interrogarse sobre el sentido de nuestro paso por la tierra presupone remontarse al origen de todo lo creado y descifrar su razón de ser. Pero eso es lo que el individuo común apenas hace: intentar llegar al fondo de las cosas. De ahí que se conforme en general con las explicaciones, pseudoverdades y lugares comunes propagados por los administradores del poder. Las preguntas han sido sustituidas por los formularios y las encuestas demoscópicas. La «pasión del impulso cognoscitivo» que Edmund Husserl consideraba como el signo distintivo del espíritu europeo, ha dado paso al fetichismo de la estricta facticidad. Lo que en la llamada «era de la comunicación» precisamente predomina es el gran silencio que guarda sobre todas las cuestiones decisivas del destino humano. Lo relativo ha ocupado el puesto de lo absoluto, lo provisional de lo eterno. El individuo de la sociedad de consumo es más propenso a dejarse absorber por lo que ocurre fuera de él que a ocuparse de su vida interior. Esto es, hace exactamente lo contrario de lo que recomendaba san Agustín. Baste señalar en este contexto las horas que pasa frente a su móvil, su ordenador o su televisor. Precisamente porque el hombre y la mujer reflexionan cada vez menos por cuenta propia, están condenados a darse por satisfechos con las respuestas generalmente anodinas y banales que le llegan de fuera.

Desde Platón y el pensamiento antiguo sabemos que el conocimiento nace de una manera adecuada de mirar, no es otra cosa que visión. Pero el hombre y la mujer contemporáneos permanecen prisioneros de lo aparente, parecen haber perdido la capacidad de concentrar la mirada al detrás de las cosas, a lo que no aparece a primera vista. Pero como ya consignaba Shaftesbury, «una mente que no mira al infinito no puede ver nada». Su atención la dirige a fenómenos tan visibles como el dinero, el poder, el bienestar material, el éxito profesional o el prestigio social.

Preguntar en sentido exhaustivo y radical significa descender al fondo de nosotros mismos. La historia consciente de la humanidad se inicia a partir del momento en que el hombre y la mujer empiezan a pensar por propia voluntad. Es por otra parte ingenuo creer que las preguntas concernientes a las grandes cuestiones de la humanidad y de la historia pueden ser borradas de nuestra conciencia. Son más perseverantes de lo que el pensamiento hoy en boga supone, lo que explica que reaparezcan una y otra vez, por muy ingratas o inoportunas que nos parezcan. Querer desterrarlas de nuestro horizonte mental significa haber sucumbido totalmente a la autoalienación y haber renunciado a buscar la verdad, una búsqueda que se inicia con el «conócete a ti mismo» que el oráculo de Delfos recomendaba a los peregrinos que acudían al templo de Apolo y que Sócrates convertiría en el fundamento de la ética, la antropología y la metafísica occidental.

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