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Contaminación publicitaria

21 diciembre 2016 | Por

Contaminación publicitaria

Araceli Caballero | Apenas un par de semanas después de haber cambiado la hora, dicen que para ahorrar energía, las calles de pueblos y ciudades aparecen cargadas de bombillas y otras luminarias, dicen que porque es Navidad, aunque falta más de un mes para tal fiesta. Poco después las encienden, y no falta quienes –con escaso éxito– protestan por la contaminación lumínica.

Hay otra contaminación menos brillante, también fruto de temporada, que invade de brillos y alharacas nuestros sentidos: la contaminación publicitaria. No salimos de la vuelta al cole cuando nos sumergen en un océano de perfumes, colonias, juguetes, planchas (perdón: «centros de planchado») y otros electrodomésticos. De nada sirve apagar la tele o la radio, o cerrar el periódico. Desde cualquier resquicio susceptible de ser vendido, ya sean paredes o transportes urbanos, nos asaltan conminándonos a ser felices, mediante la compra de tal o cual objeto. No hay vacaciones para tales prácticas, pero la caja de la Pandora publicista se abre de manera salvaje en estas fechas consumistas, dicen que para celebrar el cumpleaños –lo repetiré un año más– de un sintecho.

La desproporción entre lo que las empresas invierten en producir y en publicidad crece cada vez más, por supuesto a favor de la publicidad, que no sirve para informar al público de las virtudes de un producto o servicio, sino para convencernos de que lo necesitamos para vivir. Con razón la llama Capella «industria de creación de sentimientos de carencia» porque sirve para confundirnos acerca de nuestras necesidades y de la función de las cosas, que van perdiendo su finalidad primaria –vehículos para trasladarse, ropa para abrigarnos, etc.– para adquirir un significado simbólico, a la misma velocidad que las personas nos alejamos de esa racionalidad elemental que llaman sentido común. En eso consiste el consumismo. Marcel Coderch dice que para acabar con el capitalismo –otro nombre de la sociedad de consumo– bastaría una ley de un solo artículo: «Queda abolida la publicidad».

Abundan los estudios que demuestran que el mayor porcentaje de información que configura nuestros hábitos y nuestra visión del mundo no los adquirimos en la escuela, ni en la familia, sino en los medios de comunicación. Y su maestra de más éxito es la publicidad. Lo bueno es que esta escuela no solo no es obligatoria, sino que hacer novillos resulta de lo más saludable.

Hay una página web, Consume hasta morir, que, activando el poder terapéutico y liberador de la risa, como en el cuento de Andersen, pone de manifiesto lo ridículo de mensajes publicitarios que, una vez que forman parte del paisaje (físico y mental), pasan por normales. Ayuda mucho a resistir a la invasión.

Por si hicieran falta sugerencias para celebrar la Navidad como corresponde, y solo a modo de ejemplo, El salmón contra corriente ofrece el folleto «Por una Navidad más verde (o cómo superar las fiestas del consumismo)».

 

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