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Contracultura que humaniza

27 abril 2016 | Por

Contracultura que humaniza

Maite Valdivieso«Había una vez dos peces jóvenes que iban nadando y se encontraron por casualidad con un pez mayor que nadaba en dirección contraria; el pez mayor los saludó con la cabeza y les dijo: Buenos días, chicos, ¿cómo está el agua? Los dos peces jóvenes siguieron nadando. Uno de ellos miró fijo al otro y le dijo ¿Qué demonios es el agua?» Esto es agua, D. Foster Wallace.

Las realidades más obvias, ubicuas e importantes son a menudo las que más cuesta ver y las que más cuesta explicar.

Algo así nos puede pasar con la cultura, ese «conjunto de los rasgos distintivos espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o a un grupo social y que abarca, además de las artes y las letras, los modos de vida, las maneras de vivir juntos, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias».

No podemos olvidar que nuestra humanidad la realizamos inmersos en el marco de una cultura. Es también en medio de ese «hábitat» donde vivimos y expresamos la fe. Es ese aire que nos envuelve, del que muchas veces no somos conscientes de su existencia y que inhalamos en cada respiración. Todo aquello que hemos ido construyendo, generando, adaptándonos al mundo y adaptando al mundo. «Es lo que hay» que dicen con cierta condescendencia las generaciones más jóvenes y no tan jóvenes.

Tal vez por eso, las palabras del papa Francisco, suenan con fuerza y pueden resultar chocantes, como la pregunta por el agua de aquellos peces. «Hemos dado inicio a la cultura del “descarte” que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son explotados sino desechos, sobrantes» (EG 53).

Este sistema de producción y consumo que se ha instalado y que ha tomado las riendas de la economía, está generando una cultura que niega la dignidad del ser humano, que sitúa en el centro al ídolo dinero y no a la persona, que hace difícil el desarrollo de un proyecto de comunión, que nos impide vivir como familia humana, que globaliza la indiferencia (EG 54), generando empobrecimiento y deshumanización.

Desde ahí cobran sentido las palabras de Luis González-Carvajal, al referirse a las Bienaventuranzas como una contracultura que humaniza. ¿Felices las personas a quienes nuestra cultura considera desgraciadas: los pobres, los que sufren, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los perseguidos…? Parece que Jesús no tenía el mismo concepto de felicidad que nosotros. ¿O se trata de «soñar con imposibles»?

Tal vez se trate de eso. De soñar, de atrevernos a soñar, para reaccionar como seres humanos, para oponernos a la destrucción de las personas, para recuperar el sentido de la honradez, la moral y la ética; para construir un mundo en que todos los seres humanos podamos ser felices.

Volver nuestra mirada a Jesucristo, ser capaces de proponer un proyecto de realización humana como el suyo, centrado en el amor, en la defensa de los últimos, de los que no cuentan. Hacernos conscientes de las dificultades, pero también de los apoyos que tenemos para construir nuestra humanidad, de ser protagonistas y no meros espectadores. Preguntarnos qué pasa, por qué pasa y ponernos «manos a la obra».

Como insistía Guillermo Rovirosa «que ante la injusticia, mi corazón se rebele. Que sienta en mi alma la rabia del orden que tapa el desorden… El desorden de unos pocos nadando en la mayor opulencia y de otros innumerables padeciendo hambre crónica. No importa todo este desorden, con tal que la tranquilidad, confundida con el orden, siga reinando».

Asumir como Iglesia la centralidad de la tarea evangelizadora, llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad: «He aquí que hago nuevas todas las cosas». Pero la verdad es que no hay humanidad nueva si no hay en primer lugar hombres y mujeres nuevos (…) convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos (Evangelii Nuntiandi 18). Alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación (Evangelii Nuntiandi 19).

Qué valores potenciar, vivir, extender. Reconocer qué hay de inhumano para combatirlo, transformarlo. Qué cuidar en la vivencia de la fe, para humanizar la cultura desde la fuerza del Evangelio. Construir la Caridad en la Verdad. Vivir desde el amor que responde a la verdad de un ser humano vocacionado a vivir la comunión desde la libertad. Como subrayó Benedicto XVI, “Hemos de asumir con realismo, confianza y esperanza las nuevas responsabilidades que nos reclama la situación de un mundo que necesita una profunda renovación cultural y el redescubrimiento de valores de fondo sobre los cuales construir un futuro mejor” (CV n. 21).

En palabras de J.M. Mardones «Tenemos el deber de transmitir una fe a quienes vienen por detrás de nosotros para que la vivan como fermento de un mundo más humano. Para ello necesitamos hacer la conjunción de experiencia, solidaridad, fraternidad, espíritu crítico y celebración que pide hoy la fe cristiana en este tiempo de globalización neoliberal. De esta manera impulsaremos de forma práctica la “Internacional de la esperanza”».

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