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Misericordiosa Navidad

15 diciembre 2015 | Por

Misericordiosa Navidad

Fernando Díaz Abajo | Seguramente sabemos, por repetido, que Dios es quien primero nos acoge y abraza, quien nos cuida y acompaña a lo largo de nuestra vida, y que eso especialmente lo hace con los empobrecidos del mundo obrero. Esto no debería requerir para nosotros demasiada explicación. Seguramente lo sabemos cuando nos deseamos feliz navidad. Quizá nos la deseamos así, en minúsculas, porque nuestra esperanza –así también, en minúsculas– no da para mucho más, y nos supone mucho trajín y esfuerzo intentar hacerla mayúscula.

Pero se trata de ir más allá, y pasar de la cabeza al corazón. La Navidad de Dios no se explica con la cabeza, no se puede aceptar con razonamientos, por elaborados que sean, ni se celebra de compra en compra o envueltos en luces multicolores. La Navidad de Dios, razonada, es irracional; no es razonable. No pasa de ser una historia de pobres emigrantes a los que la fatalidad envuelve en un viaje obligado y lleno de penurias. La fatalidad y la pobreza. La misma historia y el mismo viaje que podemos escuchar una y otra vez en las noticias, y que nos cansamos de ver en los telediarios. Algo que, por repetido, quizá resulta cada vez más sórdidamente incapaz de conmovernos.

Pero la Navidad de Dios hay que contemplarla con otros ojos; los del corazón –decía el principito–, los de la misericordia, que permiten contemplar lo importante. Hay que pasarla por la miseria humana desde el corazón; hay que hacerla navidad misericordiosa. Hay que contemplarla y desearla hasta lo impensable. Desearla con los sueños de liberación de los pobres, de quienes siguen siendo capaces de soñar el sueño de Dios. Hay que esperarla con desespero. Con ese desespero del que solo saben los pobres, los que no tienen dónde agarrarse, si no es al sueño de justicia de Dios, y a la compasiva solidaridad de la fraternidad apenas entrevista que vamos tejiendo. Hay que sentirla en carne propia, anunciada y vivida. Hay que descubrirla en las vidas precarias que pueblan las periferias de nuestros mundos particulares. Allí, donde nos sigue costando llegar, donde nos cuesta ir porque hace frío y es de noche. Allí sigue naciendo Dios, encarnado en el hijo de una familia obrera y pobre, de una irrelevante aldea perdida del mundo. Allí lo encontraremos. Solo allí.

Si nos atrevemos a salir de nosotros, a la intemperie y hacia la periferia, y llegamos a encontrarnos con el Dios débil, ¡oh, sorpresa! nos acoge ¡él a nosotros!, nos abraza contra su pecho ¡él a nosotros!, nos cuida con ternura ¡él, necesitado, a nosotros!, y nos acompaña durante toda la vida para ver crecer en nosotros su sueño de humanidad. Y, entonces, ese Amor nos desarma, y así, inermes, pobres y débiles, nos hace capaces de acoger y cuidar, de abrazar y acompañar como solo Él sabe hacerlo. Dejémonos sorprender por el Amor de Dios en nuestra carne, hagamos crecer su sueño de Misericordia y ternura en nuestras vidas, y será Feliz Navidad, así, con mayúsculas.

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