Los jóvenes constituyen el grupo de edad con mayor riesgo de exclusión. Así lo refleja la Encuesta sobre Condiciones de Vida del Instituto Nacional de Estadística: las personas de 16 a 29 años presentan una tasa más elevada de riesgo de pobreza o exclusión, al alcanzar en 2014 el 36,4%.

Hay investigadores sociales que afirman que la realidad podría ser todavía peor. El futuro que se está escribiendo para uno de cada tres jóvenes no puede ser más sombrío. Son los renglones torcidos de nuestra sociedad. Un colectivo que difícilmente tendrá acceso a necesidades tan esenciales como son el derecho a un trabajo y una vivienda que les permita llevar una vida digna. Estamos ante una auténtica emergencia social que debe ser atendida desde la agenda política, social y eclesial. Es inaplazable por razones de justicia, solidaridad y decencia.

Somos muchos los que compartimos que para evitar la pobreza hace falta «trabajo decente», el empleo que permita alcanzar una emancipación acorde al proyecto de vida de cada persona. Aquí debe ponerse el foco. El magisterio de la Iglesia es abundante en lo relativo al trabajo digno. «El trabajo debe de ser expresión de la dignidad esencial de todo hombre o mujer» (CV, 63). Todo aquello que atenta contra esa dignidad esencial de la persona se sitúa entre los males que hay que denunciar y atajar. Fue el papa Francisco quien, acertadamente, animó a los jóvenes a comprometerse con su presente con aquel «hagan lío pero también ayuden a arreglar y organizar el lío que hacen. Hagan lío y organícenlo bien».

Por eso compartimos la esperanza de los jóvenes que luchan su presente intentando ganar un futuro más digno. Un camino común de justicia y libertad.

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