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Coca-Cola: El calor del hogar en la lucha obrera

03 junio 2015 | Por

Coca-Cola: El calor del hogar en la lucha obrera

José Luis Palacios | A los trabajadores de Coca-Cola ya les llaman «espartanos» por su empecinada lucha contra el cierre de la fábrica de Fuenlabrada (Madrid). Sus 15 meses de acampada y las tres sentencias judiciales tumbando el expediente de regulación suenan a heroicidad, sin duda. Algo imposible sin la complicidad de sus familias.

El conflicto laboral contiene todos los ingredientes propios para convertirse en un mito de la lucha obrera: un pequeño grupo de trabajadores contra una multinacional sin escrúpulos que a fuerza de resoluciones judiciales y movilizaciones está a punto de perder su pulso. Pero el lunes inmediatamente posterior a la última batalla ganada en los tribunales, no se oyen timbales en el campamento de los «espartanos». El estruendo procede del electro-generador de gasolina, que no asusta a unas distraídas gallinas que picotean cerca de las cajas rocas en otro tiempo repletas de refresco.

Unas banderas decoloradas y ajadas por la intemperie muestran el desgaste padecido por los sitiadores de una fábrica que un aciago día les dio la esplada.

No hay nadie del Comité de empresa, dicen al visitante. «Están en una reunión con la dirección en la central», explican. «Parece que no van a cumplir la sentencia», exclama alguien. Antes de poder abundar en la conversación, una niña con chupete y de andares entre tiernos y cómicos propios de una principiante con pañales corretea por el antiguo acceso de vehículos, repleto de puertas tumbadas, muebles viejos y leña apelotonada. Más tarde, el padre explicará que su hija lleva frecuentando el campamento desde que tenía 4 meses. Allí le han salido los dientes, ha aprendido a andar y se ha convertido en la nieta de los «espartanos».

El visitante es invitado a pasar al interior del campamento. La sensación de encontrarse en el centro de operaciones de un imaginario frente surge sin esfuerzo. Dos hombres que bordean los 60 años de edad, atienden distraídamente a dos jóvenes estudiantes armados con cámara de video y grabadora. Otras dos jóvenes más, escondidas tras sus cámaras de fotos, revolotean mudas. Frases como «vamos a seguir luchando por nuestra causa, no nos han dejado otra» o «estoy dispuesto a seguir otros 15 meses más hasta ver la fábrica en funcionamiento» se ofrecen a quien quiera registrarlas. Poco a poco, la conversación es dirigida al aspecto familiar del conflicto.

«¿Que qué tal con mi mujer?», repite Félix, de 61 años, la edad legal para acogerse a la prejubilación, mientras piensa qué responder. «Por muy bien que lo lleves, son muchas horas, muchos días… El otro día mi mujer quería ir a ver a un sobrino, pero yo no tenía fuerzas después de tantas horas aquí…».

La plantilla de Coca-Cola está formada abrumadoramente por hombres. Ellos son los que se levantan y marchan al campamento. Ellas, las que tienen que aguantar que digan de sus maridos que «lo que quieren es cobrar sin trabajar», El otro trabajador entrado en años comenta: «mi hijo al principio vino y me dijo que con lo que nos habían dado nos daba para vivir… Alguien le habría contado algo que la empresa va diciendo por ahí. Le tuve que explicar la situación, lo entendió y ahora sabe por qué estoy aquí».

La sala se va llenando de trabajadores según se acerca la hora de la comida. Uno de ellos trae una bolsa llena de alimentos. Saca los utensilios para ponerse a preparar las verduras recién traídas. Sus compañeros le señalan como miembro del Comité y le invitan a sumarse a la charla. Se llama Félix también, pero pertenece a otra generación más joven. «Tengo pareja, sí. Tenemos una relación estable. Por suerte, no tenemos hijos. Ella está orgullosa de que yo esté aquí, de que pelee, de tener a un hombre así a su lado…», dispara como si supiera de antemano lo que se va a escribir rápidamente en la libreta. «Esto es duro, claro, no tenemos ahorros, con la hipoteca y los recibos…», responde al ser requerido sobre los costes personales de la reivindicación.

Otro trabajador de barba recortada que aparenta haber llegado a la edad mediana, toma el relevo. «Yo amaba a esta empresa. Estaba orgulloso de hacer lo que hacía y de trabajar para quien trabajaba. Pero de golpe, cambias eso por odio…». Sin dejar de llenar la pipa que está a punto de fumarse, retoma el hilo: «¿Dónde vamos a ir con nuestra edad? Solo estamos defendiendo nuestro puesto de trabajo».

Pero no todo el mundo aguanta. Entre la plantilla de Fuenlabrada, ha habido cuatro divorcios, varios casos de depresión y un «ictus». Muchas parejas han dado un paso al frente. No solo apoyan a sus maridos o esposas, sino que participan en las manifestaciones, en las concentraciones, en la difusión. Los acampados se han convertido en una gran familia, formada por los trabajadores y sus parientes más próximos. Han pasado de tener una vida más o menos estable a vivir al ritmo de las noticias, de los avances y retrocesos en la negociación.

La charla va extinguiéndose, las palabras callan y los ojos se van encendiendo con miradas a veces ansiosas, otras esperanzadas, algunas rabiosas. Al abandonar el campamento ya no parece una aldea gala en lucha contra el imperio del frío cálculo económico, sino un gabinete psicológico de urgencia, una escuela de vida donde aprender a «defender el pan de nuestros hijos». Bajo el sol justiciero del mediodía y el ruido constante del tráfico del polígono que bordea la fábrica inactiva, cobran vida las palabras dictadas por un miembro del Comité de empresa: «Aquí se aprende solidaridad, dignidad, compañerismo…». 

¿Qué dice la Iglesia?

«Familia y trabajo… requieren una consideración más conforme a la realidad, una atención que las abarque conjuntamente, sin los límites de una comprensión privatista de la familia y economicista del trabajo. Es necesario para ello que las empresas, las organizaciones profesionales, los sindicatos y el Estado se hagan promotores de políticas laborales que no perjudiquen sino favorezcan el núcleo familiar» (Compendio DSI, 294).

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