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La alegría del Evangelio de la fraternidad y la justicia

02 enero 2014 | Por

La alegría del Evangelio de la fraternidad y la justicia

La exhortación apostólica «Evangelii gaudium» (La alegría del Evangelio) del Papa Francisco es una propuesta de vida impresionante. Una invitación a que repensemos nuestra vida, personal, social, eclesial, para crecer en fidelidad a la Buena Noticia de Jesucristo, porque en ella está el camino de nuestra realización humana, de nuestra felicidad personal y social. El Papa Francisco nos invita a fijarnos en lo más importante, en lo que es central y sustancial para nuestras vidas. De la gran riqueza de la exhortación queremos subrayar algo de lo que nos parece más sustancial.

Lo central y sustancial está en Jesucristo, es Jesucristo, y, en Él, está en la sagrada dignidad de toda persona y en la sagrada dignidad de la vida de los pobres que reclama justicia. Lo decisivo es mirar, como Jesucristo, nuestras vidas, nuestro mundo y nuestra Iglesia, desde la misericordia, desde el amor concreto a las personas concretas. La misericordia es la gran fuerza transformadora de nuestras vidas y de nuestro mundo: «Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad que lo habita, con todos sus dramas y cansancios, con sus anhelos y esperanzas, con sus valores y fragilidades. La tierra es nuestra casa común y todos somos hermanos» (n. 183).

Por eso, la «transformación misionera de la Iglesia» pasa por salir de sí misma, por volcarse desde la misericordia en afirmar prácticamente la sagrada dignidad de la persona, por unir nuestra vida a la vida cotidiana de las personas, en particular de los pobres: «Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades (…) Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse. “¡Dadles vosotros de comer!” (Mc 6, 37)» (n. 49).

Nuestro mundo y nuestras vidas serían otras si realmente acogiéramos la lógica de Dios, si nos reconociéramos realmente como hijos y hermanos: «la vida social sería ámbito de fraternidad, de justicia, de paz, de dignidad para todos» (n. 180). De ello quiere ser servidora la Iglesia. Existen hoy, dice el Papa Francisco, dos cuestiones fundamentales que determinan el futuro de la humanidad: la inclusión social de los pobres, en una economía y un sistema social que genera exclusión y descarta personas desde su idolatría del dinero, y la paz (fruto de la justicia) y el diálogo social que aprecia la diversidad para construir juntos un mundo mejor y más humano.

El cambio que necesita nuestro mundo pasa por situar en el centro la lucha por la justicia debida a los empobrecidos. Por eso, el Papa Francisco invita a tomarnos completamente en serio que «cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y la promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad» (n. 187). Escuchar el clamor de los pobres es afrontar las causas estructurales de la injusta pobreza, transformar esa situación, y ayudarles en sus necesidades concretas, uniendo el cambio estructural y el personal, porque «el imperativo de escuchar el clamor de los pobres se hace carne en nosotros cuando se nos estremecen las entrañas ante el dolor ajeno» (n. 193). Por eso es tan importante generar una nueva mentalidad política y económica, «crear una nueva mentalidad que piense en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos» (n. 188).

Dios otorga a los pobres «su primera misericordia». «Por eso –dice Francisco– quiero una Iglesia pobre para los pobres (…) La nueva evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia» (n. 198). Porque «no deben quedar dudas ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro. Hoy y siempre, los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio (…) Hay que decir sin vueltas que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres» (n. 48).

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