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Tolerancia, respeto a la diversidad para crecer en comunión

24 enero 2017 | Por

Tolerancia, respeto a la diversidad para crecer en comunión

Maite Valdivieso | Una amiga me comentaba que después de muchas pruebas y análisis le han diagnosticado intolerancia al gluten. Se trata de una de las muchas intolerancias alimentarias que provocan una reacción adversa, porque un alimento o uno de sus componentes no son digeridos, metabolizados o asimilados completa o parcialmente por el propio organismo, generando diversos síntomas clínicos. Eliminando de la dieta los alimentos que no se toleran, la mejoría es significativa en la mayoría de los casos.

Tras la conversación pensaba en las ocasiones en que la intolerancia, el rechazo, es a personas, ideas, lugares… Vemos al otro como amenaza, al diferente, a quien no entra en nuestros esquemas, no sintoniza con nuestro estilo de vida, nuestro modo de pensar, nos dejamos llevar por los prejuicios… Entonces la intolerancia, la indiferencia, la negación, corre el riesgo de instalarse en nuestra vida como un hábito, para evitar «males mayores». La injusticia, la violencia, la discriminación y la marginalización no son, sino formas comunes de intolerancia.

El papa Francisco habla de la globalización de la indiferencia (EG 54). Mantener un estilo de vida que excluye a otros. Cómo casi sin darnos cuenta, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe, como la cultura del bienestar nos anestesia y volvemos la mirada hacia otro lado. En este sistema sujeto a la dictadura del capital, la gente es tratada como prescindible. Benedicto XVI  dice «la sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos» (CV 19). En palabras de Freud, lo contrario al amor no es el odio sino la indiferencia.

Los seres humanos, para desarrollarnos, necesitamos del reconocimiento de los otros. El núcleo de la vida social y personal no es el de individuos aislados que en un determinado momento deciden asociarse. Las personas nacemos en relación, vinculadas unas a otras. Un vínculo que nos permite sobrevivir, crecer y desarrollarnos biológica, psicológica, culturalmente. El reconocimiento mutuo de la dignidad, de la necesidad de amor, de estima es indispensable para llevar adelante una vida feliz.

Frente a la intolerancia, la afirmación de la dignidad humana y la singularidad de cada persona, lleva a proclamar el valor de la tolerancia como respeto a la diversidad y la pluralidad pero, sobre todo, como algo esencial para el respeto a la libertad de cada persona. Kofi Annan lo expresa del siguiente modo: «Cuando hablamos del derecho a la vida, o al desarrollo, a disentir o a la diversidad, estamos hablando de la tolerancia. La tolerancia promovida, protegida y venerada asegurará la libertad. Sin ella, no podemos asegurarnos de ninguna».

La tolerancia es un valor de enorme importancia, con un gran potencial humanizador que necesitamos acoger, promover y defender. Es tomar en serio al otro y reconocer que todos tienen algo que aportar a los demás en su singularidad. Es así fundamento esencial de la convivencia humana y base imprescindible de una organización social democrática que aspire a hacer realidad una vida digna para todos y todas. La verdadera tolerancia parte de la convicción de que es posible descubrir juntos la verdad y el bien que nos permite construir juntos las relaciones interpersonales y la vida social. La tolerancia, por tanto es, en buena medida, no absolutizar la propia verdad, porque esto elimina el diálogo y la escucha del otro cuando es diferente, lo cual es empobrecedor y rompe la posibilidad de sociabilidad humana y de comunión. La tolerancia como virtud social abre paso a una convivencia más humana que se puede construir desde el diálogo y la cooperación mutua. Como recoge Católicos en la Vida Pública (nº 83): «Vivir en democracia no equivale a una nivelación cultural y espiritual de los ciudadanos en el ocultamiento o la negación de sus propias convicciones de orden cultural, religioso o moral. La democracia debe ofrecer más bien el marco jurídico y las posibilidades reales para que la libertad de todos sea respetada y efectivamente garantizada, de tal modo que las personas y los grupos puedan vivir según sus propias convicciones y ofrecer a los demás lo mejor de cada uno sin ejercer violencia sobre nadie».

Avanzar en esta dirección, es un anhelo que siempre ha estado presente en el corazón del ser humano. Un valor que si bien ha estado amenazado por la tentación de la intolerancia corre el riesgo de diluirse en el relativismo y la indiferencia hacia el otro, vaciándola de contenido y desapareciendo en la práctica. «El relativismo práctico es actuar como si Dios no existiera, decidir como si los pobres no existieran, soñar como si los demás no existieran…» (EG 80).

Asumir realmente la diversidad como un bien, generar círculos de mayor pluralismo, con respeto por las diferencias y genuina atención al valor de lo que cada uno puede aportar en un contexto de bien común, es un desafío siempre pendiente. Somos parte de un mundo cada vez más conectado, globalizado y en el cual las barreras que nos separan son cada vez más finas en una perspectiva mucho más amplia e integrativa. La tolerancia consiste en la armonía en la diferencia. ¿Dónde poner los límites? En el sufrimiento, en los derechos humanos y en los derechos de la naturaleza. Donde se deshumaniza a las personas termina la tolerancia. Nadie tiene el derecho de imponer un sufrimiento injusto a otro.

En este camino, la educación es un elemento clave para luchar contra estas formas de exclusión y ayudar desarrollar capacidades de juicio independiente, pensamiento crítico, razonamiento y comportamiento ético. Fomentar las actitudes de escucha, apertura, empatía, reciprocidad, solidaridad. En esta línea, la diversidad de religiones, culturas, lenguas y etnias no debe ser motivo de conflicto sino una riqueza valorada por todos.

En el Evangelio de Jesús la tolerancia es un valor fundamental. Un valor que se presenta de forma muy radical: como amor a los enemigos. Porque esa es la experiencia de Dios, el Dios-Amor, que anuncia Jesús: «Habéis oído que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen. De este modo seréis dignos hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5, 43-45). Es el Amor el que pide respeto a toda persona. Desde la experiencia del Amor de Dios y su propuesta de fraternidad, es fundamental reconocer que la unidad que reclama la comunión no es uniformidad, sino unidad en la diversidad: la comunión reclama poner al servicio de los demás y de la comunión lo que cada uno puede aportar desde su diversidad, desde los dones que a cada persona le han sido dados.

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