Los progresos registrados en las últimas décadas en la reducción de la pobreza empalidecen ante la creciente desigualdad, un virus que corroe los cimientos de la convivencia y hasta el buen funcionamiento de los mercados. Se culpa al mal gobierno a menudo por ello, y muy poco a las medidas económicas bendecidas por las instituciones financieras y las universidades. Mientras que el capital campa a sus anchas o se defiende con uñas y dientes los derechos a la propiedad intelectual de las innovaciones técnicas y hasta de los medicamentos, los derechos laborales no están globalizados. La falta de trabajo digno, clave para conseguir ingresos, reconocimiento y prestaciones sociales, merma considerablemente la igualdad de oportunidades entre las personas.

La propuesta cristiana, en cambio, queda bien ejemplificada en el modo de vida de las primeras comunidades. «Entre ellos no había necesitados…, nadie llamaba suyo propio a nada de lo que tenía». En una de sus homilías en Santa Marta, Bergoglio, señaló que una comunidad cristiana «muestra que ha renacido en el Espíritu Santo», cuando es una comunidad que «busca la armonía» y no la división interna, «cuando busca la pobreza», y «no la acumulación de riquezas y cuando tiene paciencia», es decir, cuando «no se enfada rápidamente ante las dificultades y se siente ofendida». Si las autoridades, los economistas y el resto de personas comprendiéramos que «si yo tengo lo que tengo, debo administrarlo bien por el bien común y con generosidad», como ha dicho el pontífice, el mundo sería muy distinto.

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