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Participación y democracia

16 diciembre 2014 | Por

Participación y democracia

Juan Francisco Garrido | Sin duda, vivimos un tiempo convulso y apasionante en la vida política. Un tiempo que cada vez deja a menos personas indiferentes.

La creciente fractura social, el aumento de la pobreza y la precariedad, los numerosos casos de corrupción, el desapego por las fuerzas políticas tradicionales, el nacimiento y crecimiento espectacular según las encuestas de una nueva organización política como Podemos… nos hablan del momento de indignación y expectación que estamos viviendo.

Pero toda esta realidad solo podrá ser realmente transformadora si está apoyada en la participación política de la ciudadanía. La crisis económica y social que estamos viviendo no solo está producida por las estructuras económicas, políticas y sociales que se nos han ido imponiendo y que hemos ido aceptando como mal necesario para el crecimiento y el bienestar económico de una parte de la población. Qué duda cabe que el marco legal y las instituciones que nos rigen tienen una gran responsabilidad en la situación de desigualdad y de fractura que vive nuestra sociedad.

Pero junto a ello, no podemos olvidar la atmósfera cultural que respiramos y el tipo de persona en que nos hemos ido convirtiendo. La manera de organizar la vida social y, en concreto, la manera de comprenderse y desarrollarse la política nos ha llevado a una creciente privatización de la vida. Mientras lo público se ha quedado en manos de las instituciones «competentes» –aunque bien podríamos decir incompetentes–, los individuos hemos sido recluidos en la esfera privada de la familia, del trabajo y del consumo. Y es más, nuestro ambiente cultural nos ha hecho ver que es normal, propio de una sociedad avanzada, dejar la vida política en manos de los responsables y profesionales de dicha actividad.

La participación de la ciudadanía es el reto que tenemos planteado para recuperar la sociabilidad humana y para que realmente podamos transformar la realidad social que estamos viviendo y que tanto sufrimiento está acarreando a tantos hombres y mujeres, a tantas familias. Una participación que es un derecho de toda persona ya que nos permite ser sujetos activos y protagonistas de nuestra vida y ejercer realmente nuestra libertad. Y, al mismo tiempo, es también un deber porque nos hace corresponsables de la vida social y de la búsqueda activa y efectiva del bien común. Es un deber la participación que antepone las necesidades de los más débiles a los intereses propios. Es así como construimos una sociedad decente. A través de la participación en la construcción de la vida social respondemos a nuestra vocación y dignidad como personas.

En este sentido, no podemos identificar la participación solo con el derecho de voto en la elección de nuestros representantes políticos. Este derecho es muy importante y nada despreciable, máxime en estos tiempos, pero totalmente insuficiente. Nuestra historia nos habla de grandes expectativas y esperanzas en los partidos políticos y, al mismo tiempo, de grandes decepciones. Necesitamos abrir y potenciar espacios cada vez mayores de participación de la ciudadanía como cauce de propuesta, seguimiento y control de nuestros representantes políticos. Nuestra participación no puede responder a una concepción mercantilista de la política donde votamos –consumimos– «productos políticos» que cada cuatro años evaluamos si han respondido o no a nuestras expectativas. Y mientras tanto, quedamos recluidos al ámbito de lo privado y de la irresponsabilidad social.

Es también muy importante desarrollar y fortalecer la participación en los niveles más básicos de la vida política. Realidades más cercanas a la vida cotidiana de cada uno de nosotros como son el trabajo, la escuela, el barrio, etc. Para ello es clave la existencia de un tejido social asociativo fuerte de asociaciones vecinales, de madres y padres de alumnos, culturales, sindicales, de defensa de la vivienda, de la sanidad, de la educación… Un tejido profundamente político, preocupado por el bien común, pero, al mismo tiempo, escrupulosamente independiente de las estrategias legítimas de los partidos políticos. Concebir este tejido asociativo con una finalidad funcional al servicio de dichas estrategias lo debilita y lo frustra. Hemos de valorar su existencia en sí misma para que avancemos en dejar de ser espectadores de la vida política, sujetos pasivos que vivimos resignados a las decisiones de otros.

Por ello, también es fundamental avanzar en mecanismos que permitan la participación efectiva en la toma de decisiones desde el plano más cercano y básico de la comunidad política, como es el local, hasta los niveles más amplios. Hoy día el desarrollo de las telecomunicaciones abre grandes posibilidades para progresar por este camino. Pero hemos de tener la convicción y la voluntad de potenciarlos.

Es mucho lo que nos jugamos porque no hay democracia sin participación real de la ciudadanía. La democracia o es participativa o es una democracia muy débil.

 

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